Músicos de la banda de Pamplona, objetores de conciencia en Sanfermines
Dos músicos de la banda municipal de Pamplona se acogen a la
objecion de conciencia frente a la obligación de tocar cada año en el
coso taurino durante las fiestas de San Fermín. Son pequeños gestos que
abren camino: si uno se va, quizás otro le siga.
El asfixiante
peso de la tradición en España asocia a las bandas de música con actos
que empañan su currículo artístico: acompañan a las corporaciones
municipales en procesiones religiosas y ejercitan el arte del requiebro pasodoblero en las corridas de toros.
Carlos Pérez Cruz
- Músico y periodista @clubdejazzradio
“Podéis alegar problemas psicosociales”, se nos dijo
en aquella primera reunión. Fue la primera de muchas, de meses de
consultas con abogados, asociaciones de defensa de los animales,
intercambio de cartas y pareceres con final feliz en lo personal y
agridulce en lo laboral. Nuestro éxito, no acceder
nunca más a la plaza de toros como músicos y evitar ser cómplices con
nuestra presencia de un acto repugnante y criminal.
Desde el año 2002 soy componente de la banda de música de Pamplona.
Accedí a ella tras unas pruebas de elevada exigencia musical y poco
después de acabar mis estudios superiores en el conservatorio. La
alegría vino acompañada de cierto cachondeo familiar porque ello me
obligaba a acudir a la plaza de toros cada año durante las fiestas de
San Fermín. Mi aversión a la tortura taurina tenía ya pedigrí. De pequeño me llevaron a una corrida y con unos prismáticos pude ver el géiser de sangre manando del toro. Tengo por lo general mala memoria, pero esa imagen me marcó y sigue fresca en mi retina.
Por fortuna la actividad anual de la banda ofrece momentos mucho más
gratificantes, tanto en sentido artístico como ético, de los que me
siento satisfecho de formar parte. Sin embargo, el asfixiante peso de la
tradición en España asocia a las bandas de música con actos que empañan
su currículo artístico: acompañan a las corporaciones municipales en
procesiones religiosas y ejercitan el arte del requiebro pasodoblero
en las corridas de toros. Los primeros resultan de un anacronismo
incomprensible en un Estado que se proclama laico y en el que numerosas
autoridades políticas –de todo tipo y condición ideológica- siguen
vistiendo sus mejores galas detrás de hostias y cruces; los segundos,
además de anacrónicos, son sonrojante memoria viva de tiempos de
retraso, incultura y escasa empatía con la condición de seres vivos
-capaces de sentir dolor- que compartimos con el resto de animales. Si
la violencia consustancial a esa condición se reduce y reprime con la
conciencia (motor de la empatía), la tauromaquia parece una forma
especialmente cruel de limar diferencias de especie.
Sin ética no hay estética,
y eso sirve tanto para la plasticidad fotográfica de la que presumen
los taurinos (que prefieren obviar la conducción hacia la muerte del
animal a través de una serie de aterradores maltratos), como a la propia
música que los premia (“¡Música, coño!”, recuerdo el grito furioso de
un espectador con puro al morro). Durante años
cumplí con mi obligación y accedí con la banda al coso taurino. Llevaba
conmigo periódicos y libros para evitar mirar allí abajo (pese a
que había quien me reprendía con rudeza por apartar mi mirada del
ruedo). Recuerdo que uno de mis compañeros tenía por costumbre pedir la
muerte del toro en cuanto éste salía a la plaza, expresión que con humor
(¿macabro?) venía a desear que la cosa acabara cuanto antes. Y es que
para muchos no es plato de gusto, aunque quizá no de tanto disgusto como
el mío, que terminaba las corridas con elevación del dedo índice al
paso de los ejecutores de la masacre. Qué quieren que les diga, terminar celebrando con música sus faenas era tanto como cantar a coro What a wonderful world tras la ejecución de un reo.
¿Qué demonios pinta una banda de música, capaz de honrar con su
actividad una de las más nobles creaciones humanas, de proporcionar en
sus mejores momentos la felicidad y trascendencia de las que sólo el
arte y la naturaleza son capaces, al servicio de una actividad que rinde
culto a la muerte más cruenta?
Se acabó. Esos primeros años como músico de la banda en los sanfermines ( fiesta que tolera como pocas la degradación en nombre de la tradición)
fueron más que suficientes para colmar y desbordar mi capacidad para
ser cómplice (aunque fuera una complicidad involuntaria) de la
pervivencia en pleno siglo XXI de las corridas de toros. Junto a otro
compañero, inicié un proceso de negociaciones con la junta directiva de
la banda que culminó con un acuerdo que, a cambio de otras
contraprestaciones, nos exime de participar en las corridas. El camino
hasta el acuerdo no fue fácil (incluye esas palabras que nos invitaban a
aducir una enfermedad mental de la que, si acaso, las víctimas no
éramos nosotros), y bien pudimos perder un puesto de trabajo que,
afortunadamente, seguimos conservando. Lástima, eso
sí, que la banda como institución no haya dado todavía el paso de
desligar su actividad musical de un acto de tortura animal. Honraría su cada vez mayor calidad artística con una invaluable ejemplaridad ética.
Desconozco si nuestro caso es único o si más músicos han tomado
iniciativas similares en España. En cualquier caso, sirva este
testimonio para animar a dar el paso a quienes sientan que su “obligada”
participación en actos de maltrato animal -aunque no sean ellos los
ejecutores- les hiere en lo personal y lamentan que su presencia sirva a
la perpetuación de una actividad cuya inexorable extinción está
resultando demasiado lenta. Nosotros nos acogimos a la figura de la objeción de conciencia.
Habrá quien piense que con ello sólo hemos logrado un alivio personal
que no tiene efectos prácticos en la consecución de nuestro fin último:
la desaparición de las corridas (y todo tipo de maltrato). Pero son los
pequeños gestos los que abren camino. Si uno se va, quizá otro le siga. Y
así uno tras otro, hasta vaciar las plazas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario