Cada 25 de julio se celebra en Vitoria-Gasteiz, capital de Euskadi,
una de las muchas carreras de burros que tienen lugar en todo el
territorio nacional. En contra de las diferentes, e insuficientes,
normativas proteccionistas, los burros son obligados, empujados,
zarandeados, golpeados, humillados. Para diversión de los asistentes,
acaban sufriendo daños físicos, angustia y terror.
No son pocos los lugares de la geografía patria donde se celebran “carreras de burros”.
Naturalmente, no es que los animalitos queden en un determinado paraje
para competir entre sí, pues en tal caso sería cosa suya. Me refiero a
las carreras que, organizadas por peñas, cuadrillas, comisiones festivas
y demás entidades de similar pelaje, se valen de pollinos para que
estos midan su capacidad atlética. ¿Qué hay de malo en ello?. “La pregunta habría que hacérsela a los burros”,
he oído decir a ciertas mentes preclaras, como si los animales no nos
contaran a través de toda una parafernalia gestual sus emociones y su
estado anímico. Con todo el mérito de un título académico, intuyo que no
se necesita para según qué apreciaciones. De hecho, no se solicita a
nadie el título de pediatría para la pertinencia moral de su denuncia
por malos tratos a un niño. ¿Qué creemos que ha de sentir un bebé dejado
a pleno sol, que además llora y patalea, colorado como un tomate, sino
un extremo desagrado (sufrimiento)?
Si, en general,
las carreras entre animales promocionadas por los humanos merecen una
reflexión en sí mismas, aquellas protagonizadas por determinadas
especies se convierten en modelo de escasa virtud moral. ¿Por qué precisamente burros?
Acaso esa sea la pregunta clave. Y la respuesta se presenta tan
punzante como cierta: porque se trata de animales que en nuestra
jerarquía moral ocupan muy bajos estratos de consideración. Se les supone tercos, necios e insensibles, cuando están muy lejos de todo eso,
como atestiguan no solo los etólogos, sino todo aquel que haya tenido
la oportunidad de convivir con uno de estos animales, y como en
cualquier caso debería dictarnos el más elemental sentido común.
A los burros les encanta tratar con los suyos, o pegar brincos porque sí, o retozar en la arena;
depende. Cosas de burros, en definitiva. Lo que me temo que no les
gusta nada es que les trasladen a un escenario festivo (charangas,
cohetes, griterío), ante miles de personas, y les obliguen a colocarse
en la rampa de salida. Para ello hay que “convencerles”. Y como tienen
la (razonable) costumbre de negarse a avanzar hacia lo que presumen
desagradable (¿estúpidos?), se les lleva sí o sí, pues al fin y al cabo
son meros borricos y no caballos alazanes. El firme de baldosa (con
frecuencia mojada) no ayuda, y de hecho sufren una permanente sensación
de inseguridad bajo sus patas. Por eso no avanzan por deseo propio. A
menos que se tire de ellos mediante sogas o empujándoles del trasero.
Pero creo que a eso lo llaman “por la fuerza”.
Quizá la carrera de burros que más proyección mediática tiene sea la que se celebra cada 25 de julio en Vitoria-Gasteiz, pomposa capital de Euskadi –con una Ordenanza Municipal de Protección Animal
recién aprobada y más que lustrosa–, que, sin embargo, se resiste a
cerrar página. Es cuestión de tiempo. O mejor diré “de tiempos”, porque
en pleno siglo XXI ya no caben ciertos espectáculos, por muy incruentos
que sean. Los animalistas llevan años denunciando
tan chusco evento, y el pasado año, por primera vez, no se produjeron
agresiones físicas a los animales durante la prueba. Hasta el alcalde garantizó
en declaraciones públicas que nadie tiraría de los pollinos ni los
empujaría. Vale que un alcalde no esté obligado a entender de
comportamiento asnal… ¡pero es que hasta el más torpe de la ciudad sabe
que un équido colocado ahí, en medio del gentío, se queda quieto-parao,
sin saber qué hacer ni para dónde tirar! Bueno, miento… los animales
miraban de reojo al camión que les trajo cada vez que pasaban por ese
punto del recorrido. Al parecer, solo quienes protestaban se percataron del “detalle”. Sin diplomas acreditativos.
¿Dice algo la normativa proteccionista sobre lo que aquí tratamos? Pues sí. De forma genérica, los distintos textos de aplicación prohíben “Maltratar
a los animales o someterlos a cualquier práctica que les pueda producir
sufrimientos o daños y angustia injustificados”. Parece obvio que el acto afecta a sus elementales intereses de bienestar. Dice también que no cabe “Imponerles la realización de comportamientos y actitudes ajenas e impropias de su condición o que impliquen trato vejatorio”.
No se sabe que los burros, en su medio natural, organicen competiciones
con motivo de cada Santiago Apóstol, ni que prefieran hacerlo frente a
una multitud y la algarabía general que en privado. Sospecho que, de
poder, elegirían quedarse en su parcela, ora pastando, ora echando una
siestecita con los colegas. No necesitamos preguntarles, pues ya nos
responden con sus ojos, con sus belfos, con sus orejas: están
aterrorizados. ¿No les parece? Asimismo, la normativa local proscribe
sobre el papel “Utilizar animales en espectáculos que puedan herir la sensibilidad de las personas que los contemplan”.
El pasado año fueron treinta los y las ciudadanas (cada cual con su
filiación completa) que manifestaron este extremo en una denuncia
formal. Los técnicos la desestimaron.
Pero uno, que
ya peina canas, prefiere ver la botella medio llena. Pues sepan que
hasta no hace tanto a los burros se les paseaba de bar en bar tras la
infame “carrera”, que les atizaban sin descanso con lo primero que
pillaban, o que incluso se les llegó a introducir vía rectal hortalizas picantes,
por “animarlos” en su cometido. Hoy el espectáculo da sus últimas
bocanadas, y sería estupendo que este artículo contribuyera a ello. Sus
promotores tienen aún la oportunidad de acabar de manera digna esta
lúgubre etapa tomando decisiones dignas y plausibles. De persistir la
cerrazón, serán “los tiempos” –y la decencia política– los que les
desplacen y cedan paso a aires frescos y modernos.
Por cierto… ¿de verdad alguien cree que son los animales los que
compiten? ¡Claro que no! En realidad, compiten sus jinetes. Aunque
sospecho que ni ellos saben con certeza a qué. Porque estos eventos,
reconozcámoslo, oscilan entre lo patético y lo canalla. Son patéticos en cuanto que nos retratan –a los humanos– en nuestros más bajos instintos, creando un escenario de dominación. Y al tiempo canallas, pues no se me ocurre otro calificativo para quien, pudiendo divertirse de mil formas respetuosas, elige aquella que molesta, duele y ridiculiza.
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