Pamplona, San Fermín y… pobre de mí, que permito que la fiesta grande de mi pueblo esté empapada de dolor y sangre de seres inocentes; pobre de ellos,
que asustados y desorientados recorren las calles estrechas y
empedradas, se resbalan, se rompen las patas y, exhaustos y doloridos,
llegan a la plaza; y pobre de todos nosotros, que un año más
somos testigos pasivos de un espectáculo inmoral, que de paso llena el
bolsillo de una industria, reliquia del medievo más tenebroso.
¿Cómo una nación que consiguió el noble objetivo de abolir la tortura
y la pena de muerte es capaz de regocijarse con el suplicio de unos
seres que, encima, no han hecho daño a nadie?
El chupinazo es el sonido del calvario que sufren decenas de toros
durante siete días. Atizados por una muchedumbre violenta, los
lesionados son apartados y matados, para ser sustituido por otros sanos.
Desorientados, estresados, serán objeto de la humillación de unos hombrecillos armados que crecen con el olor de la sangre de un cuerpo previamente machacado.
La primera vez que vi las imágenes de una corrida, era como ver a un
preso desnudo en el patio de una prisión cualquiera (o un espacio como
el Estadio Nacional de Chile de la era de Pinochet), acorralado por
verdugos y matadores (personas que matan), ser pinchado con lanzas en
medio del entusiasmo de una jauría que les anima mientras se mofan del
suplicio de su presa. Recuerdan el espectáculo de las hogueras de la
inquisición o la lapidación de la prehistoria humana: el martirio y la
muerte de un ser vivo, convertido en entretenimiento, donde el ejecutor
comparte así su inmoralidad y crimen con su público, convirtiéndolo en
su cómplice.
Hasta el boz koshi (matar cabras) afgano -en el que unos
jinetes juegan al polo utilizando la cabeza cortada de una cabra como
pelota- es menos obsceno.
Un negocio a costa del bolsillo del contribuyente: el ministro Wert dará más dinero al toreo por ser “un bien cultural”
y el ayuntamiento de Santander, que arrancó euros de la educación, la
sanidad y la vivienda, destina a la feria taurina de Santiago tres
millones de euros.
Algo de historia…
La tauromaquia, posiblemente, procede del credo mitraísta, el culto
al Dios solar nacido en Asia Central, desarrollado en el Imperio persa y
emigrado al Imperio romano. Aún se pueden ver relieves escultóricos en
Inglaterra, Italia y España (Mérida) de la imagen de Mitra sacrificando
un toro en las ceremonias litúrgicas donde se bebía la sangre del animal
para recibir su fuerza. Se creía que el planeta Tierra giraba sobre los
cuernos de un toro cósmico inmortal. En las mezquitas, construidas
sobre los mitreos en Oriente, el mihrab (sangre de Mitra)
recuerda el lugar donde derramaban la sangre del toro. La matanza de
estos animales en los ritos religiosos por los mogs, sacerdotes
mitraístas (en español, magos, los mismos reyes que supuestamente
dieron la bienvenida a Jesús), causó tal daño a las economías familiares
que Zatarustra se presentó como el enviado de Mazda (Dios), con la
misión de acabar con el sufrimiento de los bovinos y con la violencia que generaban estos ritos.
De animales a humanos
Según PACMA (Partido Animalista), en España se celebran al año unos
12.000 festejos relacionados con el toro, en los que se le tortura de
mil y una maneras, desde prenderle fuego a los cuernos hasta lanzarle
flechas afiladas. Ver a los niños que participan en tales celebraciones
-sin que los educadores pongan el grito al cielo- recuerda una escena
de la película Buda explotó por vergüenza, de la cineasta Hana
Makhmalbaf, en la que unos menores afganos cavan un hoyo para introducir
a una niña y lanzarle piedras. Una denuncia sobre la violencia
aprendida, el pisoteo del derecho de la infancia a no ser testigo de
tales barbaries.
La crueldad hacia los animales es una patología que puede
cobrarse víctimas humanas. En sus declaraciones, José Breton, el
cordobés acusado de matar a sus propios hijos, decía que en aquella
maldita hoguera quemaba gatos y perros. A nadie le escandalizó: total,
eran animales. El perfil de los criminales señala que suelen estrenarse
mutilando y matando a los animales.
Si bien corresponde a los psicólogos determinar hasta qué punto un
torero es un psicópata –“alguien que no tiene la capacidad de sentir
empatía por un ser vivo”-, la histeria colectiva que generan los
festejos en torno al maltrato animal más bien podría responder a la
categoría de La banalidad del mal, de Hannah Arendt, quien intentaba explicar cómo miles de personas “normales” se convirtieron en activistas nazis.
La mirada especista que otorga al ser humano unos privilegios
respecto a otras especies, y el derecho a someterlos, es una variante de
la discriminación en términos raciales. Para Jeremy Bentham, la
cuestión no está en si los animales pueden razonar, sino en si pueden
sufrir. Y la ciencia afirma que sí. Manuel Vázquez Montalbán llamaba
“cocina de crueldad” el lanzar a los caracoles vivos en agua hervida.
En España, donde las denuncias sobre la crueldad contra los animales
suelen ser archivadas, por fin en Madrid se celebró el primer juicio
contra un hombre que mató de una fuerte patada a Chula, su perra enferma
de seis meses, “por defecar en el interior de su casa”. Padecía
incontinencia.
Izquierda y la integridad ética
Un importante sector de la izquierda considera frívola la defensa de
los derechos de los animales, cosa de los pijos del primer mundo,
“mientras hay niños en África que se mueren de hambre”. Como si el
responsable de esta tragedia fueran los lobos y los toros, no las
guerras y el capitalismo desalmado de las multinacionales. No hace
mucho, tenían la misma postura respecto a la lucha de la mujer contra el
sistema patriarcal o la protección del medio ambiente. Su ausencia dio
lugar a la aparición de los movimientos feministas y ecologistas. Visión
que fuerza a muchos animalistas de izquierda a votar a partidos que
incluyen esta sensibilidad en su programa. ¿Cuánto tardarán en incluir
el derecho a “no sufrir” de los animales en su agenda?
En otro argumento, se ha relacionado la exigencia de la abolición de las corridas con el imperialismo cultural “anglosajón”. Buda, Zaratustra o Gandhi no eran ingleses. En los textos sagrados védicos indios, escritos entre 1700 y 600 a.C., el término ahimsa
(no violencia) es empleado específicamente en el sentido de “no furia,
no herir” a los animales, ni destruir la armonía de la naturaleza.
¿Rechazamos el sindicalismo por haber nacido en Inglaterra o el
socialismo y el marxismo por ser elaborados en Alemania? ¿Somos tribus o
qué?
El especismo es un mal nacido de la teoría creacionista, que afirma
que Dios fabricó a otras criaturas (¡incluida la mujer!) para que sirvan
al hombre. Habría que rescatar a Darwin de entre tanta necedad.
La ciencia divide a los animales en la rama de los humanos (Homo
sapiens) y la de los no humanos. Si, por un lado, biológicamente somos
animales; por otro, los no humanos (aquí, los toros) poseen la capacidad
de sentir miedo, hambre, dolor y amar. ¿Cómo un animal que aparta a la
mosca que le ha picado con sus milimétricas espinitas no siente dolor
cuando una espada le atraviesa el pulmón?
Somos un huésped más de una tierra que compartimos con otros seres. Evolucionamos y, con ello, debemos sacudir nuestras
tradiciones nacidas de cuando éramos bárbaros. En País Vasco, Bildu
elimina las corridas y los circos con animales en San Sebastián. Y en
Cataluña, la mentalidad de tribu prohíbe las corridas españolas mantenido sus correbous y los toros embolados.
Propuesta 1: La izquierda (que se destaca por su sentido de empatía,
de valores morales y solidarios, así como por su visión científica) debe
posicionarse en contra de cualquier forma de causar dolor a un ser vivo
e incluir la bioética animal en sus discursos.
Propuesta 2: Ya que el Papa Francisco afirma ser un devoto de Francisco de Asís, símbolo del respeto de la cristiandad hacia los animales, que se le pida hacer lo que hizo el Papa Pío V en 1567: excomulgó a los toreros, negándoles una sepultura
cristiana, y pidió el fin de “aquellas diversiones sangrientas,
miserables y más apropiadas para los demonios que para el hombre”.
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