Estábamos pendientes de la evolución de Teresa, la
auxiliar de enfermería que se contagió de ébola al atender
voluntariamente al misionero Manuel García Viejo, y de otras personas en
observación por posible contagio. Y entonces llegó, primero en un
comunicado enviado a la protectora Villa Pepa y después en un vídeo, la petición desesperada
de Javier, el marido de Teresa, también ingresado y aislado, para
evitar que sacrificaran a su perro, Excálibur, “así, por las buenas, sin
seguir ningún procedimiento”.
Así, por las buenas,
el Gobierno decidió acceder a los deseos de dos misioneros (lógicos,
comprensibles, legítimos) de viajar a España para recibir tratamiento
tras contagiarse de ébola o, en su caso, al menos morir en su país. En
contra tenía buena parte de la comunidad científica y médica, que
alertaba del riesgo que suponía desplegar el dispositivo de traslado y
atención, y cuestionaba que el hospital antes de referencia, el Carlos
III, estuviera, tras los recortes sufridos, debidamente acondicionado
para acoger enfermos de ébola.
Y así, por las buenas,
o más bien por las malas, el Gobierno, en este caso el de la Comunidad
de Madrid, se ha negado al único deseo del marido de Teresa. Javier
tiene a su mujer enferma de ébola, él mismo está ingresado y aislado, su
casa está siendo desmantelada para limpiar la presencia del virus, las
personas con las que han tenido contacto en los últimos días están en
observación, y su único deseo para poder estar tranquilo y aguardar con
esperanza la recuperación de su mujer ha sido desatendido.
Y eso a pesar de que el riesgo era escaso, según corrobora la mayoría
de los veterinarios y de expertos en ébola, y de que existía
alternativa: la posibilidad de aislar al perro y someterlo a cuarentena
para determinar si estaba o no infectado.
El presidente del Consejo General de Veterinaria, Juan José Badiola, subrayaba en un primer momento
que ningún estudio ha demostrado la posibilidad de que el virus se
transmita de humano (Teresa) a perro (Excálibur). De hecho, se sabe que
los cánidos presentan reacciones inmunitarias pero no desarrollan la
enfermedad ni fallecen por ella.
Por eso, de forma más contundente, Eric Leroy,
considerado el mayor experto en el papel de los perros en los brotes de
ébola en África, pedía no sacrificar al perro. Los estudios demuestran
que los perros pueden infectarse al estar en contacto con otros animales
que sí desarrollan la enfermedad (antílopes, murciélagos de la fruta,
entre otros), y que pueden excretar el virus, lo cual supone una vía de
contacto para humanos.
Pero Excálibur no había
entrado en contacto con ningún otro animal infectado. Su única vía de
infección podría haber sido Teresa, y esa posibilidad no está acreditada
por los estudios.
Leroy pedía aislar al animal,
hacerle un seguimiento, comprobar si estaba infectado y, en su caso, si
excretaba el virus. Y lo que es más revelador: “si no está infectado
basta con liberarlo, y si lo está se va a recuperar y cuando esté curado
habrá eliminado completamente el virus”, decía, porque los cánidos no
desarrollan la enfermedad y no mueren por ella.
Horas
después Badiola matizaba sus declaraciones y respaldaba el sacrificio
por no existir instalaciones con la protección suficiente (P4) para
aislar y examinar al perro. Como no existen para aislar y tratar a
humanos (el Carlos III se quedó en P3 tras los recortes).
El Partido Animalista ( Pacma), Igualdad Animal,
y otras asociaciones, todo el movimiento animalista, respondieron a la
petición de Javier y se movilizaron para pedir un protocolo antes de
sacrificar a Excálibur. Incluso un veterinario, Carlos Rodríguez, se ofreció a asumir su tutela para someterlo a cuarentena y a todos los estudios necesarios.
En pocas horas las peticiones en Change.org alcanzaban las 375.000 firmas, la encuesta en eldiario.es
arrojaba una aplastante mayoría favorable a mantener al perro con vida,
#SalvemosaExcalibur era tendencia en las redes sociales y la página
creada en Facebook sumaba más de 120.000 adhesiones.
Todo en vano. La Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid ordenó
la muerte de Excálibur y, ante la falta de consentimiento de Javier, una
resolución del Juzgado Contencioso-Administrativo nº2 de Madrid daba
instrucciones para proceder “a la eutanasia del perro mediante las
medidas adecuadas para evitar su sufrimiento, utilizando las medidas de
bioseguridad y biocontención adecuadas a este riesgo, y al traslado y
posterior incineración del cadáver del animal”.
Para
dictar esa orden, la Consejería se amparó en la opinión de “las
autoridades de sanidad animal del Ministerio de Agricultura,
Alimentación y Medio Ambiente” y del director del laboratorio de
referencia de la Organización Mundial de Sanidad Animal.
Esa opinión, favorable a matar a Excálibur, se basa en que “no existe
garantía de que los animales infectados no eliminen el virus a través de
sus fluidos orgánicos, con el riesgo potencial de contagio”. O sea, lo
que decía Leroy, que los perros infectados no desarrollan la enfermedad
pero excretan el virus, y eso es, precisamente, lo que se podría
estudiar, con seguridad de que el perro se recuperaría.
Decenas de personas agurdaban desde la tarde del día anterior en la
puerta de la urbanización donde residen Teresa y Javier para velar por
la vida de Excálibur. Ellos fueron los únicos en dar información de
primera mano de lo que iba sucediendo, en medio de la confusión, de las
contradicciones, de la falta absoluta de datos por parte de quienes
habían decidido de antemano el destino del perro. Entre ellos Leticia,
de Axla.
Ellos escucharon a policías nacionales, municipales, bomberos, quejarse
de que no tenían trajes especiales, de que ni siquiera estaba claro
quién tenía que abrir la puerta de acceso a la vivienda. Ellos eran
testigos de que no había protocolo alguno. Ellos vieron salir a los
operarios, solo con mascarilla y los brazos descubiertos, portando una
caja que era introducida en una furgoneta con las ventanillas cubiertas
por bolsas de basura. Dentro, el cuerpo sin vida de Excálibur y muchas
preguntas sin respuesta. ¿Tenía el virus? En caso afirmativo, ¿podría
haberse curado? ¿Cuánto hubiera costado intentarlo? ¿Qué pasará ahora
con los animales que pudieron tener contacto con él? ¿Dónde está el
límite de los crímenes preventivos? ¿Alguien comunicará a Teresa y a
Javier que su perro ya no está en casa? ¿Alguien responderá ante ellos?
David Pardo es uno de esos activistas que había permanecido de guardia y
trató de impedir la salida de la furgoneta. Recibió un golpe en la
cabeza por parte, presuntamente, de uno de los agentes encargados de
reprimir la protesta y se golpeó con el bordillo al caer, recibiendo a
continuación más golpes, según aseguran los testigos. David fue atendido
en el hospital después de una lucha que no caerá en saco roto.
De las opiniones de quienes más saben de la relación
entre cánidos y ébola se desprende que hubiera bastado un protocolo,
mucho más sencillo, mucho menos costoso que el desplegado hasta ahora
(con el resultado que estamos comprobando) para salvar la vida de
Excálibur, para obtener datos útiles para la prevención y el tratamiento
del ébola, para acceder al único deseo de quien puso en riesgo su vida
para atender a otros. Con un riesgo mucho menor que el asumido al traer a
enfermos a España sabiendo que no había instalaciones adecuadas para
ello.
Hubiera bastado tener criterio no solo
científico, sino ético, y no solo político. Ahora aguardamos a que
Teresa y Javier se recuperen, pero nada en su vida será igual. Porque
alguien decidió que la vida de Excálibur no valía siquiera una
cuarentena. Porque las instalaciones son políticamente suficientes para
mantener en observación a más de cincuenta personas pero no a un perro.
Era solo un perro.
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