La obra de Juan Ramón Jiménez es la plasmación de una España que
reivindica el humanismo, la pedagogía, la ética, la delicadeza; el
protagonismo de un animal menospreciado y humillado para expresar el
amor a los más humildes.
Ahondando en la figura de Platero, el autor defiende que el burro sustituya al toro de Osborne como símbolo de España.
Somos muchos los que no nos identificamos con el toro de Osborne, ondulándose en la bandera de España.
El toro es un herbívoro de indudable belleza, pero su final trágico en
el albero, vomitando sangre y con unos ojos ardientes de pena, es un símbolo de la España Negra,
con su carga de crueldad, atraso e intolerancia. Saber que poetas como
García Lorca, Alberti, Bergamín o Rafael Morales escribieron meritorios
poemas sobre la tauromaquia, no mitiga mi rechazo hacia un espectáculo
bárbaro e inhumano. El marqués de Sade es un brillante prosista, pero
cuando exalta la tortura y el asesinato su literatura se despeña por el
mismo abismo que sedujo a Ezra Pound, Louis-Ferdinand Céline y Pierre
Drieu La Rochelle, tres conocidos apologistas del nazismo. El talento y
la insensibilidad pueden convivir sin estorbarse, cuestionado la
supuesta equivalencia entre verdad y belleza. García Lorca era un poeta
extraordinario, con una personalidad cautivadora y un final
particularmente dramático, pero su pasión por los toros es un discutible
tributo a un casticismo rancio y umbrío.
La penumbra
moral aparece donde menos lo esperamos. Podríamos decir lo mismo del
patriotismo, un sentimiento que se presta a las peores manipulaciones. España es patrimonio de todos, pero los sectores más conservadores han secuestrado el sentimiento nacional,
asociándolo a sus valores. El principio básico de un país democrático
consiste en ampliar derechos, no en violarlos o restringirlos. Es una
triste paradoja que las leyes españolas penalicen el maltrato de los
animales domésticos y toleren las fiestas populares, afirmando que son
una expresión de nuestra tradición. Evidentemente, es un argumento
falaz, pues ¿qué clase de tradición puede justificar el martirio de
seres vivos, con un sistema nervioso central, capaz de experimentar
emociones complejas, como el pánico, la angustia o la depresión?
La tradición no es un sinónimo de atavismo, sino de excelencia.
Sólo un insensato puede identificar la tradición española con la
carnicería que acontece en una plaza de toros. Nuestra tradición nos
proporciona ejemplos de ternura y humanidad que deberían constituir
nuestra seña de identidad.
Platero y yo
se publicó en 1914 y, para muchos, simboliza esa otra España que los
caciques, los espadones y el clero combatieron con ferocidad. En algún
lugar he leído que a Juan Ramón le gustaban los toros, pero en Platero y yo
cuando la fiesta llega a Moguer, el poeta, siempre generoso con los
niños, se niega prestarles su burro para pedir las llaves de la plaza.
Poco después, se dirige a Platero y le comenta: “…mientras diestros y
presidentas se estén vistiendo, tú y yo saldremos por la puerta falsa y
nos iremos por la calleja al campo, como el año pasado…”. En otro
pasaje, habla de un toro huido y celebra su libertad: “En una polvareda,
que el sol que asoma ya, toca de cobre, el toro baja, entre las pitas,
al pozo. Bebe un momento, y luego, soberbio, campeador, mayor que el
campo, se va, cuesta arriba, los cuernos colgados de despojos de vid,
hacia el monte, y se pierde, al fin, entre los ojos ávidos y la
deslumbrante aurora, ya de oro puro”. No parecen las palabras de un
enamorado de la tauromaquia.
Yo sólo he asistido a
una corrida. En los ochenta se puso de moda el toreo. Algunos corifeos
de la Movida, con plaza de filósofos, ensalzaban a Antoñete, al que
definían como clásico, castizo, telúrico y solar. Yo vi una faena de
Curro Romero. Mis compañeros de universidad me aseguraron que era un
artista, con esa inspiración andaluza que evoca los grandes logros de la
cultura mediterránea. La inspiración de Curro Romero consistió en
clavar el estoque en el costado del toro, mientras pasaba a su lado
corriendo, con la cara desfigurada por el pánico. El pobre animal
necesitó catorce descabellos para morir entre abucheos y almohadillazos
dirigidos al matador.
¿Ese brutal y bochornoso
espectáculo expresa la esencia de lo español? Creo que no. De hecho,
atrocidades semejantes -peleas de perros, peleas de gallos, animales
salvajes sometidos a palos en circos ambulantes- son moneda corriente en
casi todas las latitudes y sólo reflejan la iniquidad del ser humano
con el resto de las especies. Si Kant no se equivocaba y existe un
progreso moral hacia lo mejor, el especismo algún día nos producirá la
misma repulsa que el racismo o el machismo.
Platero y yo
-una indiscutible obra maestra de la literatura universal- es la
plasmación de una España que reivindica el humanismo renacentista, el
erasmismo cervantino, la espiritualidad sincera de Teresa de Jesús y
Juan de la Cruz, la reforma del derecho de gentes impulsada por
Bartolomé de las Casas y Francisco de Vitoria, el romanticismo liberal
de Espronceda, la tradición republicana de Pi y Margall, el krausismo,
la pedagogía de Giner de los Ríos, las Misiones Pedagógicas y la Edad de
Plata, que despunta en 1902 y muere en 1936. La guerra civil malogró la modernización de nuestro país, pero nada ha podido borrar ese legado. Platero y yo es una lección de ética y delicadeza en un país que sigue ahorcando galgos y arrojando pavas o cabras desde campanarios.
Juan Ramón ama su Moguer natal, pero no oculta el sufrimiento de los
animales, los niños, los locos y los pobres. Al observar a Platero
-“tierno y mimoso igual que un niño, que una niña…”-, se pregunta qué
suerte habría corrido, “si en vez de caer en mis manos de poeta hubiese
caído en las de uno de esos carboneros que van, todavía de noche, por la
dura escarcha de los caminos solitarios, a robar los pinos de los
montes”. Afortunadamente, Platero “tiene una cuadra tibia y blanda como
una cuna” y cuando muera, sus restos no irán “a la marisma inmensa, ni
al barranco del camino de los montes, como los otros pobres burros, como
los caballos y los perros que no tienen quien los quiera”. El poeta le
ha reservado otro destino. “Vive tranquilo, Platero. Yo te enterraré al
pie del pino grande y redondo del huerto de la Piña, que a ti tanto te
gusta”. De ese modo, “todo el año los jilgueros, los chamarices y los
verderones te pondrán, en la salud perenne de la copa, un breve techo de
música entre tu sueño tranquilo y el infinito cielo de azul constante
de Moguer”.
Yo vivo en las afueras de un pueblo de
Madrid. Mi casa linda con la estepa castellana y todos los años escucho
los escopetazos de los cazadores, con sus jaurías de perros. Es un
espectáculo tan ridículo como repelente, pues se movilizan recursos
desproporcionados para abatir a conejos, avutardas o perdices. Los
perros a veces son transportados en los maleteros de los coches y, al
final de la temporada de caza, muchos son abandonados, a veces con
signos de maltrato. No hablo de oídas, pues he recogido varios perros
con el terror en los ojos, profundamente traumatizados por vivencias que
no puedo ni imaginar. Los perros de los pastores de ovejas no son mucho
más afortunados. Sucios y desastrados, las pulgas y las garrapatas
forman auténticas colonias en su piel. Y, ¿qué puedo decir de los
galgos? Todos los años los veo correr y siento escalofríos al pensar que
su esperanza de vida raramente sobrepasa los tres años, pues, apenas
declinan sus dotes atléticas, sus desalmados propietarios los ahorcan,
los arrojan a pozos o los matan a tiros.
Parece
imposible que en la España de 1914 un poeta transformara a un burro en
protagonista de un libro de prosa poética, pero no fue un algo casual.
Juan Ramón escogió a un ser menospreciado, humillado, escarnecido y
explotado para manifestar su amor hacia los más humildes y desamparados.
Es famosa su lección de “asnografía”, aclarando que asno no es sinónimo
de necio: “¡Pobre asno! ¡Tan bueno, tan noble, tan agudo como eres! […]
Paciente y reflexivo, melancólico y amable, Marco Aurelio de los
prados…”.
Creo que el toro de Osborne debería ser
reemplazado por un burro, pues el poeta no se equivocaba al escribir:
“¡Si al hombre que es bueno deberían decirle asno! ¡Si al asno que es
malo deberían decirle hombre!”. Me gustaría ver en
la bandera de España a un burro como Platero. No sucederá hasta que la
sociedad española comprenda que su alma está en la palabra de sus poetas
y no en ritos de un pasado que debería hundirse en el olvido.
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