El Papa Francisco dijo recientemente que nos reencontraríamos con
los animales en la eternidad de Cristo y escribe una encíclica sobre
medio ambiente que animalistas y ecologistas esperan con interés, pues
la Iglesia lleva 2.000 años justificando la explotación de la naturaleza
y de los animales.
En gestos desesperanzados, como el abrazo de
Nietzsche al caballo de Turín, encontramos la semilla del único paraíso
que merece la pena construir, un mundo de convivencia entre todos los
animales
Días atrás, nos sorprendía la noticia, reproducida
en diversos medios de comunicación, de que el Papa Francisco le había
dicho a un niño que lloraba por su perro muerto: “ Un día volveremos a ver a nuestros animales en la eternidad de Cristo”. Y algunos autores, como el biólogo Marc Bekoff, ya han comenzado a reflexionar sobre tales palabras.
La cuestión de si los perros van o no van al cielo puede parecer un
asunto menor comparado con los profundos problemas que aborda la
teología, y, sin embargo, creo que es ahí donde el cristianismo se juega buena parte de su sentido.
Dado que el Papa está escribiendo una encíclica sobre medio ambiente,
animalistas y ecologistas han puesto sus esperanzas en que esa frase
signifique un cambio de rumbo en las ideas de la Iglesia. Si finalmente
el Papa evoca en esa encíclica los valores de Francisco de Asís y
muestra una mínima sensibilidad con la naturaleza, podemos predecir el
aluvión de elogios que le dedicarán medios de comunicación,
intelectuales, científicos, políticos y movimientos sociales. Sin
embargo, si al final se da el caso, a mí no me parece que los elogios
sean la respuesta más adecuada.
La Iglesia lleva dos mil años justificando ideológicamente la explotación de la naturaleza y los animales,
sin haber mostrado más que de forma muy excepcional un poco de
sensibilidad por los otros seres vivos, y ha destacado por su extrema
lentitud en aceptar descubrimientos científicos como la evolución de las
especies. Si después de este nefasto historial, ahora, cuando estamos
con el agua al cuello, con una crisis ecológica terrible, con más de 20.000 especies en peligro de extinción
y en medio de un cambio climático, si ahora de repente el Papa dice
algo así como “hay que respetar la naturaleza”, lo que se merece no es
precisamente un elogio. Felicitar al que se entera el último de algo tan
fundamental no parece muy educativo. Dado que la Iglesia tenía la
pretensión de guiar a la humanidad, que se haya quedado dormida durante
siglos en el vagón de cola no resulta admirable.
Durante mi infancia y adolescencia, me eduqué en un colegio religioso.
En él viví muy buenas experiencias y otras no tan buenas, pero recuerdo
sobre todo un momento que fue absolutamente revelador. Yo asistía a
clase de religión con curiosidad, porque parecía el espacio adecuado
donde reflexionar sobre esas preguntas últimas que todos nos hacemos, y
que en la adolescencia se nos plantean con fuerza: qué hacemos aquí,
cuál es el sentido de la vida. Pero un buen día, con doce o trece años,
mientras el profesor de religión nos hablaba de la vida eterna, de
repente se me ocurrió una cuestión, así que levanté la mano y pregunté:
“¿Los animales también van al cielo?”. La respuesta del profesor de
religión fue: “No, porque los animales no tienen alma”. Desde aquel día,
para mí, la posibilidad de ir al cielo perdió todo su interés.
El cristianismo nos pide que cumplamos una serie de normas resumidas en
los diez mandamientos. Esas normas tienen que ver con la fe, con la
conducta sexual y con la ética. Si las cumplimos, el premio es la vida
eterna en el cielo. Ahora bien, en ese cielo, según se nos ha enseñado,
no habrá animales, ni plantas, ni montañas, ni ríos, ni bosques, ni
selvas, ni playas, ni puestas de sol, ni estrellas en el firmamento
nocturno. Si ése es el premio, por mí ya se lo pueden quedar. La idea de
pasarme la eternidad sin que haya gatos ronroneando a los que
acariciar, ni perros con los que correr por el campo, ni mirlos cantando
después de la lluvia, ni libélulas de colores, ni zumbidos de abejas,
ni saltamontes, ni lobos recorriendo los bosques, ni linces al
atardecer, ni salmones remontando los ríos para desovar, ni ballenas
comunicándose entre sí a kilómetros de distancia, ni vacas amamantando a
sus crías, ni ranas croando en el estanque, ni águilas aprendiendo a
volar, ni bonobos educando a sus hijos, ni lagartijas al sol, ni jabalís
jugando en la playa… me parece más el infierno que el paraíso.
¿Cómo ha podido el ser humano inventar la idea, y defenderla durante
milenios, de que el paraíso es un lugar exclusivamente humano y
angelical, sin ninguna otra forma de vida? ¿En eso consiste la
salvación, en estar condenados a la más absoluta soledad durante toda la
eternidad? ¿En no convivir con ninguna otra especie? Quizás entonces es
ese deseo absurdo el que nos está conduciendo a la pérdida de
biodiversidad: cuantas más especies eliminamos, más cerca estamos de
hacer realidad ese club privado de uso exclusivo para humanos y ángeles,
donde el resto de seres vivos no tienen cabida.
Pero
si rechazo la idea de un cielo sin animales, no es solo porque los
seres humanos nos veríamos privados de su compañía, sino sobre todo por
los animales mismos. Si nosotros creemos merecer el premio de la
eternidad, ¿por qué no habrían de merecerlo también los otros animales?
¿Es que no tienen emociones, alegrías y miedos, añoranzas y deseos,
igual que nosotros? ¿Es que no hay un 'yo' en cada uno de ellos, por
diminuto que sea, que aspira a una buena vida? ¿Es que no pasan también
muchos animales por un período de duelo tras la muerte de sus seres
queridos? ¿Es que no serían muchos de ellos profundamente felices si
pudieran reencontrarse con familiares y amigos a los que han perdido?
Decir que los animales no se merecerían ese supuesto cielo y el
reencuentro con los suyos, cuando hay perros que han muerto de pena tras
el fallecimiento de un ser humano al que querían, es decir que sus tristezas y sus alegrías no valen tanto como las nuestras. Que no merecen ser felices.
Cada vez que maltratamos animales, reforzamos la idea de nuestra
superioridad. Al criar animales para comer nos estamos diciendo: “Yo no
soy carne, yo no soy como ese cerdo o esa vaca, porque soy un ser
racional, inteligente, espiritual. Yo no soy un animal. Yo no me defino
por mi cuerpo, sino por mi alma, que me abre las puertas de un mundo
superior.” Al encerrar animales en un zoológico nos estamos diciendo:
“Nosotros no somos así, hay un abismo entre ellos y nosotros”. Pero el
único abismo que existe son esos barrotes del zoo que nosotros mismos
hemos instalado. En una maniobra metafísica extrema,
hemos tomado esos barrotes del zoológico con los que forzamos la
separación, y hemos llegado a inventarnos otro mundo que sería solo para
nosotros. Como ese adolescente que, ante la llegada de un nuevo hermano
con el que tendrá que compartir su habitación, se inventa un mundo de
fantasía donde nadie podrá robarle el protagonismo. Que el ser humano
haya invertido tantas energías en construir otro mundo en su
imaginación, en vez de aprender a convivir mejor en éste, demuestra que muy a menudo no hemos estado a la altura de esa racionalidad que la evolución nos regaló.
La obsesión del ser humano por definirse como un alma inmortal atrapada en un cuerpo mortal, que desde Platón
ha estructurado buena parte de la historia de la filosofía; la
pretensión de separar con bisturí nuestro lado corporal corrupto y ese
alma que contiene lo mejor de nosotros, como tanto se esforzó en hacer Descartes;
el sueño de que la muerte es el momento en que el alma se desprende del
cuerpo como si fuera una cáscara para elevarse a los cielos… son la
otra cara de nuestro no querer aceptar que somos animales.
Como nuestras semejanzas con los otros animales saltan a la vista, la
única forma de defender la radical diferencia entre ellos y nosotros era
precisamente afirmando que aquello que nos hace diferentes, el alma, no
puede ser percibida.
Afortunadamente, en la tradición religiosa de la que procede el cristianismo hay otras metáforas más interesantes. El Jardín del Edén o el Arca de Noé,
a pesar de ser relatos breves y de interpretación difícil, nos hablan
de un ser humano que convive con las otras especies y de un Dios que
quiere salvarlas.
Nietzsche fue uno de los filósofos que nos abrió los ojos. En el mismo siglo en que Darwin
nos reveló nuestros orígenes, y nos mostró que nuestra única familia
son los otros animales, Nietzsche nos ayudó a emanciparnos de esa
supuesta alma inmortal y ese supuesto cielo eterno que, fingiendo
salvarnos, en realidad nos alejan de lo que somos. Nos enseñó a
aceptarnos como cuerpos, como seres vivos, como animales. Nos enseñó que
nuestro único hogar es la naturaleza.
Nietzsche llevaba un paso más allá las enseñanzas de su maestro Schopenhauer,
quien ya había comenzado a romper con la metafísica tradicional, había
defendido una mejor relación con los animales, y más aún: nos había
mostrado que nuestra concepción del ser humano y la consideración moral
de los animales son dos caras de una misma cuestión. Nietzsche, abriendo
de par en par las puertas que Schopenhauer había comenzado a
entreabrir, nos hizo ver que las preguntas filosóficas y espirituales
que nos planteamos no tienen su respuesta en otro mundo, sino en este
mundo que es el único que tenemos.
Pero Nietzsche es
también interesante por otra razón. Visto el grado de crueldad que
millones de animales sufren a causa de los seres humanos, se podría
pensar que, para ellos, lo más parecido al paraíso sería que los seres
humanos nos marcháramos definitivamente al otro mundo y les dejáramos
vivir tranquilos en éste. ¿Podría ser que nuestra única posibilidad de
hacer real algo similar al paraíso fuera con nuestra retirada, para que
los animales pudieran gozar de él? ¿Somos los seres humanos tan egoístas
y crueles que nuestra única forma de contribuir a crear el paraíso
fuese con nuestra ausencia?
Como bien saben los
lectores de este blog, una vez Nietzsche se abrazó a un caballo que
estaba siendo apaleado en las calles de Turín. Fue probablemente un
gesto desesperanzado y, por lo que sabemos, no logró salvar al animal.
Años después, Walter Benjamin, que tanto admiró a
Nietzsche, insistiría en que la esperanza nace, precisamente, en esos
gestos desesperanzados e inútiles. En aquel abrazo de nuestro
filósofo al caballo que no pudo salvar, encontramos la semilla del único
paraíso que merece la pena construir.
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