Medinaceli repetió anoche la barbarie de prender fuego a los
cuernos de un toro para disfrute de sus vecinos y a pesar de las
protestas de quienes exigían la abolición del Toro Jubilo
Cuatro personas fueron detenidas y después puestas en libertad acusadas de desórdenes públicos y de lesiones a agentes de la autoridad, por patadas al ser desalojados por la fuerza del poste en el que Islero sería después prendido. Otras 51 fueron identificadas y denunciadas por desobediencia
Cuatro personas fueron detenidas y después puestas en libertad acusadas de desórdenes públicos y de lesiones a agentes de la autoridad, por patadas al ser desalojados por la fuerza del poste en el que Islero sería después prendido. Otras 51 fueron identificadas y denunciadas por desobediencia
Islero ha sido la última víctima de quienes en Medinaceli y en el resto de España creen que aún estamos en la Edad de Bronce.
“El toro tiene que sufrir, porque si no sufre no habría fiesta”,
decía un vecino de la localidad soriana a los periodistas que cubrían
los hechos. Y así es. Incluso ellos, los partidarios del Toro Jubilo,
han evolucionado lo suficiente como para saber que en el fuego de sus
cuernos ya no hay rito pagano, ni purificación, ni ancestros, ni magia
alguna. Por eso el argumento de la tradición ya no es válido para
justificar una barbarie que solo sirve para que unos cuantos se
diviertan a costa del sufrimiento atroz de un animal.
Ya solo les queda evolucionar hasta asumir que no tienen derecho a divertirse a costa del sufrimiento de otros.
De las casi cien personas que se concentraron para reclamar la
abolición de ese abominable espectáculo, unas veinte consiguieron
después encadenarse al poste de la Plaza Mayor instalado para
inmovilizar al toro y colocarle la gamella, sobre la que arden las dos
bolas de fuego.
Mientras los partidarios de la tortura exigían el inicio de su fiesta macabra, los defensores del toro gritaban “todos somos Islero” y clamaban para conseguir “derechos ya para los animales”.
Pero en España, en Medinaceli, torturar a un animal hasta su muerte por
mera diversión es legal, incluso está subvencionado por todos los
ciudadanos a través de nuestros impuestos; sin embargo, defenderle no lo
es.
De hecho, cuatro personas fueron detenidas
y después puestas en libertad acusadas de un delito de desórdenes
públicos y de lesiones a agentes de la autoridad, por patadas mientras
los desalojaban por la fuerza del poste al que se habían aferrado para
impedir la barbarie. Otras 51 personas fueron identificadas y
denunciadas por desobediencia, todo ello según informó la Subdelegación
del Gobierno en Soria.
Resulta que en este país
nuestro los “desórdenes” los provocan quienes quieren evitar la comisión
de una barbarie, y la ley protege a quienes apelan al respeto a su
libertad individual y colectiva, como pueblo, de torturar a quien
quieran.
Pero la libertad individual, y la de un
pueblo, tiene límites. Nadie es libre de matar a otra persona. Nadie es
libre de maltratar a su pareja. Nadie es libre para decidir no alimentar
a sus hijos. El respeto a su integridad y a su bienestar está por
encima de la libertad individual. Y lo mismo tiene que ocurrir con los
animales, a los que debemos respeto y protección. Si realmente somos
seres más evolucionados que los demás animales, así deberíamos
demostrarlo.
Las imágenes del Toro Jubilo 2014 bien
podrían ser de la Edad de Bronce si no fuera por las ropas de los mozos y
porque no los vimos después beberse la sangre y comer la carne del
animal recién sacrificado.
Disfrutaron de su mirada
aterrada, de sus inútiles intentos de zafarse de la maroma que le
inmovilizaba mientras le colocaban la gamella y prendían fuego a sus
cuernos. Le gritaban y vociferaban mientras él, con la mirada perdida,
trataba de huir de sí mismo y de ver algo más allá del fuego que le
quemaba los ojos. El barro en su cabeza, a modo de supuesta protección,
se iba secando y desprendiendo a la misma velocidad a la que caían las
chispas sobre su piel y el humo le entraba en los pulmones hasta
agotarle, uniéndose al miedo, a la angustia, a las quemaduras, a los
golpes…
Ser ajusticiado en el matadero fue su única liberación. Porque, señor alcalde, Felipe Utrilla, y señores organizadores del espectáculo, no mientan.
El toro no vuelve después a la dehesa. El toro muere en el matadero, en
los casos en los que no muere antes, en aplicación de una legislación
que da por hecho que las lesiones le impedirían seguir viviendo, y que
en el colmo del cinismo pretende garantizarle una muerte sin sufrimiento
después de haberle torturado salvajemente.
Al otro
lado del burladero de madera y fuego, unos veían satisfecha su sádica
necesidad de macabra diversión, y otros lloraban por la rabia, por la
impotencia, por la incomprensión, por no entender cómo en pleno siglo
XXI la tortura sigue institucionalizada.
Quienes disfrutaron viendo sufrir a Islero, ¿se han
purificado con su fuego? ¿Se sienten hoy mejores personas, más limpias
de espíritu, más exigentes en su conciencia, es hoy más amplia su
mirada?
¿Tuvieron tiempo de mirar a los ojos de Islero? ¿Saben lo que es la empatía?
Si no lo hicieron, háganlo ahora, vean las imágenes. Y elijan entre el
toro y quienes se comportan como en la Edad de Bronce. Y decidan dónde
quieren estar. Si con “la bestia” que solo trata de protegerse, o con
quienes dan la espalda a su propia evolución para seguir anclados en la
barbarie.
Y no nos culpen a los demás de ser, de verdad, humanos.
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