En la Asamblea Nacional del Ecuador se ha presentado un avanzado
proyecto de Ley Orgánica de Bienestar Animal (LOBA) que se fundamenta en
violencia interpersonal, salud pública, derechos de la naturaleza,
bienestar animal y buen vivir, y que regulará las relaciones entre las
sociedades humanas y las animales.
LOBA ha sido impulsada por el conjunto de la sociedad civil: protectoras de animales, abogados especializados, veterinarios, asambleístas y la Administración Pública. Ecuador ya incorporó hace siete años a su Constitución los Derechos de la Naturaleza.
Esta
Ley postula la prevención de la violencia en la comunidad y en la
escuela, la obligatoriedad del bienestar animal y su presencia en la
educación curricular. Los actos de violencia contra los animales
constituirán antecedentes de violencia intrafamiliar.
Daniela Alcívar Bellolio. Doctora en Letras (UBA), miembro de LIBERA! Argentina y Ecuador
Durante muchísimos años, en Ecuador no tuvimos más
que esperanza. Y a veces, muchas veces, ni siquiera eso. La esperanza
trae, a la sucesión cronológica que cada uno imagina como su vida, una
confluencia heterogénea de tiempos. Anclada en el hoy, la esperanza trae
imágenes del mañana, esa es su condición de existencia. La calidad
ambigua de esas imágenes constituye su extrañeza: eso de actuar en
acuerdo con imágenes del porvenir tiene el riesgo de no ser más que la
inclinación hacia nuestros deseos sin asidero en el mundo. Sin embargo,
es difícil imaginar a un activista, incluso al más pragmático y al más
escéptico, carente de esperanza. Pues eso tan incierto es lo que en
Ecuador tuvimos, como dije, por muchos años, y nada más que eso.
Para entender el proceso que Ecuador está viviendo en este momento con
respecto a la lucha por los derechos de los animales, es necesario tener
en cuenta que la historia del movimiento animalista ecuatoriano es breve pero intensa.
Hace apenas catorce o quince años el activismo en defensa de los
animales se reducía al rescate no sistemático de perros y gatos
callejeros por parte de gente compasiva que actuaba por cuenta propia, y
a unas veinte personas gritando afuera de la plaza de toros de Quito
cada diciembre, durante las fiestas fundacionales que eran el escenario
del despliegue taurino en la ciudad. En esa época iba yo, junto a mi
madre, a mi hermana y a unos pocos más, sin falta, a las afueras de la
plaza a vociferar y a llorar la muerte de esos toros en el coso de
Iñaquito. Tengo el recuerdo vívido de ser parte de un grupo minúsculo
frente a los miles de aficionados que nos ignoraban o se burlaban de
nosotros. La desazón posterior a esas manifestaciones venía dada por la
necesidad de aceptar lo evidente: nunca terminaríamos con esa práctica
tan cruel e innecesaria, tan anacrónica, tan injusta.
Recordar esos días ahora, a la luz de todo lo que ha venido ocurriendo
en estos últimos cuatro o cinco años, me trae una serie de sensaciones
mezcladas; la más notable de ellas quizá sea la de sorpresa: en mayo de
2011 ganamos en la ciudad de Quito, después de una campaña marcada por
el esfuerzo y la falta de recursos, una Consulta Popular
en la que se preguntaba a la ciudadanía si estaba de acuerdo con
prohibir los espectáculos que conllevaran la muerte de animales. Cuando
unos meses más tarde la corrupción del Concejo Municipal manipuló la
pregunta de la prohibición para que los empresarios taurinos pudieran
seguir haciendo sus negocios en contra los designios del pueblo quiteño,
tuvimos, me atrevo a decir, un triunfo aun más aplastante.
Gracias al hecho de que las autoridades se las arreglaron para hacer
que las corridas siguieran existiendo en una ciudad donde la mayoría
quería terminar con ellas, la humillación de la tauromaquia quiteña fue
mayor: la asistencia a la feria taurina en 2011 fue paupérrima,
y a mediados de noviembre de 2012, apenas dos semanas antes del inicio
de la temporada, y después de un despliegue publicitario nunca antes
visto, en que se explotaba todo tipo de artimañas sexistas y
discriminatorias para atraer público (en esos días no se podía pedir
comida china o pizza a domicilio sin recibir con el menú un volante con
la programación de la feria de ese año), sin rastro alguno del supuesto
arte y la tan mentada belleza de la lidia, la empresa organizadora tuvo que anunciar que la feria se suspendía.
No hubo explicaciones, aunque, torpemente como actúan tantas veces los
que negocian con la vida y la dignidad de los animales en el Ecuador,
trataron de hacer circular el rumor de que la suspensión se debía a
supuestas amenazas del activismo antitaurino. La realidad es que la
Feria Jesús del Gran Poder se suspendió porque ya nadie quiso gastar
dinero en ella. Porque algo, al fin, había cambiado.
Lo que hizo que en un período tan corto pasáramos de ser una minoría
ridiculizada a ser la fuerza que derrotó a la actividad más tradicional
de la capital es, sin duda, una confluencia de factores. En estos años
aprendimos que para encontrar las soluciones debemos entender los
problemas, que es más inteligente consensuar que chocar, que nada ocurre por fuera de la moral de la época.
En estos años fuimos comprendiendo que no sólo los toros en la plaza
sufren, que también lo hacen las vacas, los cerdos, los pollos y los
corderos en los mataderos, que muchas veces hay que renunciar al
discurso (lo que equivale decir, a nosotros mismos) para ayudar a
aliviar en algo el dolor de los individuos cuyos cuerpos son
salvajemente mutilados y abusados cada día, que no se trata de cambiar
el mundo hoy mismo, sino de generar las condiciones para que, un día, lo
más pronto posible, el mundo esté listo para cambiar.
Ha sido una lección dura: una vez que llega la conciencia de la
opresión y del abuso a los que tantos y tantas hermanos y hermanas
animales son sometidos sin piedad cada día, lo primero que llega es la
impaciencia, lo primero que se siente es indignación; la lección
consistió en aceptar que el camino hacia la liberación animal es largo y
probablemente no veremos su final, pero que sin estos pasos que ahora
damos ese camino nunca terminará de ser andado. También, estos años
trajeron gente nueva al movimiento, señal de que los tiempos están
cambiando: con el auge del vegetarianismo y veganismo en el país, advino
también un aumento significativo de la cantidad de personas dispuestas a
dar de su tiempo, de su energía y de su conocimiento al esfuerzo
colectivo que implica en este momento hacer respetar a los individuos no
humanos.
En este contexto llega la LOBA (Ley Orgánica de Bienestar Animal).
Tras largos años de tocar puertas de legisladores con proyectos de ley
hechos a tientas, con el método de prueba y error, un poco a ciegas, con
tanto por aprender, el jueves 30 de octubre de este año, una multitud caminó hacia la Asamblea Constituyente
para hacer la entrega oficial del Proyecto de Ley que busca reducir el
sufrimiento de los animales no humanos sin distinción de especie.
Sabemos que un mundo libre de opresión animal es aún un proyecto a largo
plazo; sabemos que a lo que podemos aspirar hoy es a aliviar el dolor
y, sobre todo, a decirle a la sociedad lo que aún le cuesta entender:
que los animales no son cosas.
La LOBA tiene la doble
finalidad de traer beneficios concretos a los animales ecuatorianos y
de iniciar el proceso lento e imprescindible de inyectar en el grueso de
la población esa verdad irrefutable, la de la individualidad subjetiva e
inalienable que posee cada individuo no humano sobre este planeta.
Tarea no menor la que nos hemos impuesto en nuestro pequeño Ecuador: remover poco a poco los fundamentos antropocéntricos y cartesianos que vienen marcando por siglos y siglos nuestra relación con el resto de animales.
La jornada de entrega de la LOBA estuvo marcada por la alegría de
sentir que algo está cambiando. Al caminar entre tanta gente que llevaba
en sus manos consignas que nunca creí ver en una marcha tan amplia y
diversa (“Los animales no son mercancía”, “Maltrato animal es violencia”
o “Construyamos una sociedad de paz”, quizá la más conmovedora), la
sensación que se me impuso fue, nuevamente, la de una extraña sorpresa:
que las cosas están cambiando es, ahora, más que una esperanza, más que
una expresión de deseo. Estamos viendo cómo el cambio ocurre.
Llegamos a la Asamblea y la llenamos. Hicimos más que presencia,
participamos en la construcción de una sociedad más solidaria y justa,
nos manifestamos ante el poder político con una propuesta concreta,
ambiciosa pero realista, que postula a los animales como individuos
dotados de necesidades y deseos que no pueden ser ignorados bajo ningún
punto de vista. Hicimos una demostración de fuerza y de unión,
concentrada en el hecho de que fuimos capaces de
dejar de lado diferencias ideológicas, políticas y personales para
beneficiar a quienes nada pueden hacer para defenderse a sí mismos.
El jueves 30 de octubre de 2014 la Asamblea se llenó de activistas, de
perros, de consignas y de aplausos. Una de las pioneras en el activismo
animalista en el país, Lorena Bellolio Vernimmen,
tomó el micrófono y, tras hacer hincapié en que después de ese gran
triunfo que era el estar ahí, copando el Cabildo por los animales, la
lucha más ardua recién empezaba, levantó el brazo e hizo corear a los
cientos de asistentes, a los activistas, a los asambleístas: “ Avanza, avanza, avanza que camina, la lucha animalista por América Latina”.
Y esta vez sabemos que no es pura esperanza. Y aunque aún necesitemos
muchísima para transitar este camino arduo y lleno de peligros, esta vez
la lucha, de verdad, avanza que camina.
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