martes, 2 de septiembre de 2014

La Orquesta de la Comunidad de Madrid tocará en una corrida de toros en la plaza de Vistalegre

Este sábado, 27 de septiembre, la ORCAM, dirigida por su titular, Víctor Pablo Pérez, acompañará en su faena a los matadores Finito de Córdoba, Morante de la Puebla y El Juli en un evento denominado "The Maestros".
El director involucra en una práctica cruel y sangrienta, contradictoria con la esencia de la música sinfónica, a una orquesta que desarrolla su actividad gracias al apoyo de la Consejería de Empleo, Turismo y Cultura de la Comunidad de Madrid, que ha llevado a cabo grandes recortes en educación y, en particular, en la enseñanza musical.

La Orquesta de la Comunidad de Madrid con su director titular, Víctor Pablo Pérez. Foto: ORCAM
La Orquesta de la Comunidad de Madrid con su director titular, Víctor Pablo Pérez. Foto: ORCAM

El maestro Víctor Pablo Pérez es un director brillante. Nacido en Burgos, estudió en Madrid y en Múnich, fue director artístico y titular de la Orquesta Sinfónica de Asturias, de la Orquesta Sinfónica de Tenerife, de la Orquesta Sinfónica de Galicia y, desde la temporada 2013-2014, ha sido designado director artístico y titular de la Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid (ORCAM). Desde su creación en 1987, esta orquesta se ha convertido en referencia imprescindible en la vida musical del país, y se ha presentado exitosamente en toda España, en Francia, Italia, Alemania, Estados Unidos y varios países de Latinoamérica y del continente asiático.
Este sábado  el maestro dirigirá a esta orquesta en la plaza de toros de Vistalegre de Madrid para acompañar las faenas de los tres toreros de moda, en un intento más de “revitalizar” ( según las palabras del matador Morante de La Puebla) esta plaza y este agonizante y esperpéntico espectáculo. Desde hace semanas, en setecientas farolas de Madrid, mil cuatrocientos carteles anuncian a bombo y platillos este evento taurino-musical llamado "The Maestros". Nunca antes se había anunciado de esta manera una cita taurina o de música sinfónica.
Víctor Pablo Pérez estudió en Alemania (donde las corridas de toros suscitan un rechazo total), ha dirigido durante ocho años en Asturias (donde solo quedan dos plazas de toros de segunda categoría, con una afición siempre menguante), durante veinte años en Canarias (donde desde 1985 no se realizan corridas y donde se prohibieron en 1991), otros diez años en Galicia (donde solo hay una plaza de toros de segunda y en donde se celebran menos de dos docenas de corridas al año, con una afición a punto de desaparecer). Colabora habitualmente con el Gran Teatre del Liceu de Barcelona, ciudad en la cual, además, está Pere Porta, su representante (¿o deberíamos desde ahora llamarlo apoderado?). En Cataluña se abolieron las corridas de toros en 2010. Viajar por el mundo, estar en contacto con otras culturas, ¿no hizo que este maestro desarrollara empatía hacia los animales y tomara conciencia del sufrimiento que sienten cuando son sometidos a la tortura intrínseca a “la propia liturgia del toreo”, a la cual se plantea entrar de lleno?
¿Qué necesidad tiene un director con tan brillante carrera de involucrarse en un proyecto que incluye una práctica cruel y sangrienta que repugna a una mayoría aplastante de los amantes de la música sinfónica de todo el mundo? ¿Aspira acaso a que el público que disfruta un descabello en la plaza de toros cambie de afición y se traslade al Auditorio y aprenda a disfrutar de los diferentes géneros de la llamada música culta? Esto sería admirable. Pero, por las declaraciones de los matadores y del propio director, la intención es más bien el trasvase inverso: que el público de las salas de conciertos rellene las cada vez más desiertas plazas de toros.
¿O de verdad cree Víctor Pablo Pérez que va a instituir una cita anual en la que se fusionen la música y la tortura? ¿Se quiere llevar el gore a los conciertos y a la ópera? ¿Veremos a Plácido Domingo cantando el Aria da Caccia "Va' tácito e nascosto l'astuto cacciator", del Giulio Cesare in Egitto de Händel, con un decorado al fondo de galgos ahorcados reales? ¿O algunos muertos y otros vivos, moviendo desesperadamente las patas? ¿En la próxima versión de Salomé de Strauss obsequiarán a Sara Baras al final del baile de los siete velos con una cabeza de San Juan Bautista real, acaso la de algún inmigrante sin papeles de origen judío, chorreando sangre sobre una bandeja de acero toledano? ¿Quiere crear una nueva estética basada en la reafirmación del carácter cultural de la tortura?
En 1827 Thomas de Quincey publicó un interesante ensayo titulado “Del asesinato considerado como una de las bellas artes”. A lo largo de sus páginas evaluó desde el punto de vista artístico y estético famosos o desconocidos homicidios. Pero desde su prólogo deja claro, sin lugar a dudas, que el asesinato es moral y éticamente condenable. Que esta evaluación desde el punto de vista artístico y estético solo se puede realizar cuando el homicidio ya ha sido perpetrado, y su culpable juzgado y condenado. Pero que si podemos evitar un asesinato, estamos en la obligación moral y ética de hacer todo lo que esté a nuestro alcance para evitar que se cometa.
Los taurinos defienden la tauromaquia alegando que es una tradición, que es cultura, que ha inspirado muchas manifestaciones artísticas, que ellos no disfrutan con el sufrimiento de un animal sino con el arte del toreo, con la silenciosa música del toreo. Los que nos oponemos al maltrato animal no negamos que sea una tradición y una cultura. Lo que negamos es que tradición y cultura tengan que ser preservadas si son moral y éticamente indefendibles. Grandes crímenes, grandes guerras y grandes sufrimientos han inspirado grandes obras de arte, y no por ello tienen que ser provocados sin necesidad. Podemos creer que los taurinos no disfrutan con el sufrimiento de un animal, pero ellos no pueden negar que disfrutan de un espectáculo que involucra inevitablemente el sufrimiento evitable de un animal. El arte, el verdadero arte, es una inspirada representación de la realidad. Para el toro, la tortura y la muerte en la plaza no son una representación, son su última realidad.
Aparte de los planteamientos de conciencia, éticos y culturales, ¿cuánto ha costado a los madrileños esta “faena”?. La Comunidad de Madrid ha hecho grandes recortes en educación en los últimos años. Los Conservatorios congelan las plazas vacantes, los profesores son eternamente interinos, las cuotas de los alumnos se duplican y triplican. Las Escuelas Municipales de Música, donde deberían cuidarse los talentos para el futuro, han sido las más castigadas. A nivel nacional, todos sabemos el acoso y derribo de los que es blanco la educación pública. En Bachillerato, la asignatura de Música es ahora electiva; en los niveles anteriores, una maría. Sin embargo, nuestro Ministro de Educación Cultura y Deportes, Wert, el peor valorado de la democracia, no ha escatimado esfuerzos en apoyar cada vez más el fomento de la tauromaquia. El Plan Pentauro no sufre recortes, las Esquelas de Tauromaquia son mimadas, las Comisiones de Asuntos Taurinos son intocables. No importa que amparen salvajadas como el Torneo del Toro de la Vega de Tordesillas o las Becerradas de Algemesí y de otros pueblos anclados en el pasado más oscuro: todo ello merece para el Ministro ser protegido como Patrimonio Cultural Inmaterial de todos los españoles.
Pregunto nuevamente: ¿qué necesidad tiene Víctor Pablo Pérez de involucrarse en este proyecto? El maestro ha declarado que será una experiencia cultural muy enriquecedora. ¿De verdad lo cree? ¿Será capaz de contárselo y, sobre todo, de explicar ese enriquecimiento a los grandes maestros que han pasado y pasarán por el podio de su orquesta? Pérez es consciente de que la tauromaquia está altamente cuestionada. Y probablemente también sabe que los ataques que recibe no son indiscriminados, sino expresión de lo más profundo de nuestra sociedad. Sea sincero, maestro: todos sabemos que, por encima de los valores y la capacidad artísticos, las plazas de director de orquesta son cargos políticos. Que la Orquesta de la Comunidad de Madrid no pertenece en este momento a todos los madrileños (aunque la pagamos) sino a Ignacio González, declarado taurino, impulsor de la declaración de Bien de Interés Cultural de la tauromaquia en la Comunidad de Madrid. ¿Será que su permanencia al frente de la orquesta depende de acatar dócilmente las directrices de su amo? ¿No debería haber derecho a la objeción de conciencia de los músicos, que puedan manifestar su oposición a participar en un espectáculo sangriento?
Y aquí llegamos a un hecho insólito pero cotidiano en la sociedad española: cualquiera puede proclamarse taurino sin problema alguno, mientras que declarar estar en contra de la mal llamada fiesta nacional puede acarrear un sinfín de problemas sociales y laborales. De esto no están exentas personalidades de la cultura y el deporte, y mucho menos los simples trabajadores, como los músicos de orquestas y bandas. Cuando Plácido Domingo, durante los aplausos en el estreno de Simón Boccanegra en el Teatro Real, da unos capotazos en apoyo de la tauromaquia, cuya abolición se había votado ese día en Cataluña, se le acepta. Lo mismo ocurre cuando al final de un partido Sergio Ramos saca una capote y luce unas verónicas. Si un artista o un deportista aprovecharan esos momentos para afirmar su rechazo, serían como mínimo criticados o sancionados.
En 2012, el arquitecto Rafael Moneo y la filósofa americana Martha Nussbaum fueron acreedores del Premio Príncipe de Asturias, el primero en Artes, la segunda en Ciencias Sociales. En todas las entrevistas al primero se le preguntaba por su afición a los toros. A la segunda, autora de importantes ensayos sobre ética y derechos de los animales, ningún entrevistador se atrevió a tocarle el tema. Un desinformado tertuliano le preguntó a Chrissie Hynde en una entrevista radiofónica si había ido a una corrida de toros. La vocalista de The Pretenders, conocida activista, le despachó un lúcido y civilizado alegato en contra del maltrato animal. Al irse, los tertulianos comentaron lo pesada que había sido. Son pocos, pero muy valiosos, los intelectuales de nuestro país que se atreven a manifestar su rechazo. Hace falta que sean más. Hace falta que salgan del armario desde el que se acepta tácitamente la tortura institucionalizada.
A la luz de esos hechos, ¿por qué Víctor Pablo Pérez se involucra en este proyecto? Hay varias respuestas posibles. La primera es que de verdad le guste la tauromaquia y sienta que está participando de un proyecto innovador. La segunda, que lo único que le importe es conservar su puesto. La tercera, que aún no se haya enterado de la barbaridad en la que está colaborando, y aquí cabe el beneficio de la duda: ¿qué hará cuando se dé cuenta? Porque, algún día, él, y muchos otros intelectuales, se darán cuenta de que la tortura siempre es tortura. Y que en el siglo XXI, la sociedad española sabe que la tortura no es cultura, si es que alguna vez lo ha sido.

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