Este sábado, 27 de septiembre, la ORCAM, dirigida por su titular,
Víctor Pablo Pérez, acompañará en su faena a los matadores Finito de
Córdoba, Morante de la Puebla y El Juli en un evento denominado "The
Maestros".
El director involucra en una práctica cruel y
sangrienta, contradictoria con la esencia de la música sinfónica, a una
orquesta que desarrolla su actividad gracias al apoyo de la Consejería
de Empleo, Turismo y Cultura de la Comunidad de Madrid, que ha llevado a
cabo grandes recortes en educación y, en particular, en la enseñanza
musical.
El maestro Víctor Pablo Pérez
es un director brillante. Nacido en Burgos, estudió en Madrid y en
Múnich, fue director artístico y titular de la Orquesta Sinfónica de
Asturias, de la Orquesta Sinfónica de Tenerife, de la Orquesta Sinfónica
de Galicia y, desde la temporada 2013-2014, ha sido designado director artístico y titular de la Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid (ORCAM).
Desde su creación en 1987, esta orquesta se ha convertido en referencia
imprescindible en la vida musical del país, y se ha presentado
exitosamente en toda España, en Francia, Italia, Alemania, Estados
Unidos y varios países de Latinoamérica y del continente asiático.
Este sábado el maestro dirigirá a esta orquesta en la plaza de toros de Vistalegre de Madrid para acompañar las faenas de los tres toreros de moda, en un intento más de “revitalizar” ( según las palabras del matador Morante de La Puebla) esta plaza y este agonizante y esperpéntico espectáculo. Desde hace semanas, en setecientas farolas de Madrid, mil cuatrocientos carteles anuncian a bombo y platillos este evento taurino-musical llamado "The Maestros". Nunca antes se había anunciado de esta manera una cita taurina o de música sinfónica.
Víctor Pablo Pérez estudió en Alemania (donde las corridas de toros
suscitan un rechazo total), ha dirigido durante ocho años en Asturias
(donde solo quedan dos plazas de toros de segunda categoría, con una
afición siempre menguante), durante veinte años en Canarias (donde desde
1985 no se realizan corridas y donde se prohibieron en 1991), otros
diez años en Galicia (donde solo hay una plaza de toros de segunda y en
donde se celebran menos de dos docenas de corridas al año, con una
afición a punto de desaparecer). Colabora habitualmente con el Gran
Teatre del Liceu de Barcelona, ciudad en la cual, además, está Pere
Porta, su representante (¿o deberíamos desde ahora llamarlo apoderado?).
En Cataluña se abolieron las corridas de toros en 2010. Viajar por el
mundo, estar en contacto con otras culturas, ¿no hizo que este maestro
desarrollara empatía hacia los animales y tomara conciencia del
sufrimiento que sienten cuando son sometidos a la tortura intrínseca a “la propia liturgia del toreo”, a la cual se plantea entrar de lleno?
¿Qué necesidad tiene un director con tan brillante carrera de
involucrarse en un proyecto que incluye una práctica cruel y sangrienta
que repugna a una mayoría aplastante de los amantes de la música
sinfónica de todo el mundo? ¿Aspira acaso a que el público que disfruta
un descabello en la plaza de toros cambie de afición y se traslade al
Auditorio y aprenda a disfrutar de los diferentes géneros de la llamada
música culta? Esto sería admirable. Pero, por las declaraciones de los
matadores y del propio director, la intención es
más bien el trasvase inverso: que el público de las salas de conciertos
rellene las cada vez más desiertas plazas de toros.
¿O de verdad cree Víctor Pablo Pérez que va a instituir una cita anual
en la que se fusionen la música y la tortura? ¿Se quiere llevar el gore a
los conciertos y a la ópera? ¿Veremos a Plácido Domingo cantando el
Aria da Caccia "Va' tácito e nascosto l'astuto cacciator", del Giulio Cesare in Egitto
de Händel, con un decorado al fondo de galgos ahorcados reales? ¿O
algunos muertos y otros vivos, moviendo desesperadamente las patas? ¿En
la próxima versión de Salomé de Strauss
obsequiarán a Sara Baras al final del baile de los siete velos con una
cabeza de San Juan Bautista real, acaso la de algún inmigrante sin
papeles de origen judío, chorreando sangre sobre una bandeja de acero
toledano? ¿Quiere crear una nueva estética basada en la reafirmación del
carácter cultural de la tortura?
En 1827 Thomas de
Quincey publicó un interesante ensayo titulado “Del asesinato
considerado como una de las bellas artes”. A lo largo de sus páginas
evaluó desde el punto de vista artístico y estético famosos o
desconocidos homicidios. Pero desde su prólogo deja claro, sin lugar a
dudas, que el asesinato es moral y éticamente condenable. Que esta
evaluación desde el punto de vista artístico y estético solo se puede
realizar cuando el homicidio ya ha sido perpetrado, y su culpable
juzgado y condenado. Pero que si podemos evitar un asesinato, estamos en
la obligación moral y ética de hacer todo lo que esté a nuestro alcance
para evitar que se cometa.
Los taurinos defienden la
tauromaquia alegando que es una tradición, que es cultura, que ha
inspirado muchas manifestaciones artísticas, que ellos no disfrutan con
el sufrimiento de un animal sino con el arte del toreo, con la
silenciosa música del toreo. Los que nos oponemos al maltrato animal no
negamos que sea una tradición y una cultura. Lo que negamos es que tradición y cultura tengan que ser preservadas si son moral y éticamente indefendibles.
Grandes crímenes, grandes guerras y grandes sufrimientos han inspirado
grandes obras de arte, y no por ello tienen que ser provocados sin
necesidad. Podemos creer que los taurinos no disfrutan con el
sufrimiento de un animal, pero ellos no pueden negar que disfrutan de un
espectáculo que involucra inevitablemente el sufrimiento evitable de un
animal. El arte, el verdadero arte, es una
inspirada representación de la realidad. Para el toro, la tortura y la
muerte en la plaza no son una representación, son su última realidad.
Aparte de los planteamientos de conciencia, éticos y culturales, ¿cuánto ha costado a los madrileños esta “faena”?. La Comunidad de Madrid ha hecho grandes recortes en educación en los últimos años. Los Conservatorios congelan las plazas vacantes, los profesores son eternamente interinos, las cuotas de los alumnos se duplican y triplican. Las Escuelas Municipales de Música,
donde deberían cuidarse los talentos para el futuro, han sido las más
castigadas. A nivel nacional, todos sabemos el acoso y derribo de los
que es blanco la educación pública. En Bachillerato, la asignatura de Música es ahora electiva; en los niveles anteriores, una maría. Sin embargo, nuestro Ministro de Educación Cultura y Deportes, Wert, el peor valorado de la democracia, no ha escatimado esfuerzos en apoyar cada vez más el fomento de la tauromaquia. El Plan Pentauro no sufre recortes, las Esquelas de Tauromaquia son mimadas, las Comisiones de Asuntos Taurinos son intocables. No importa que amparen salvajadas como el Torneo del Toro de la Vega de Tordesillas o las Becerradas de Algemesí
y de otros pueblos anclados en el pasado más oscuro: todo ello merece
para el Ministro ser protegido como Patrimonio Cultural Inmaterial de
todos los españoles.
Pregunto nuevamente: ¿qué
necesidad tiene Víctor Pablo Pérez de involucrarse en este proyecto? El
maestro ha declarado que será una experiencia cultural muy
enriquecedora. ¿De verdad lo cree? ¿Será capaz de contárselo y, sobre
todo, de explicar ese enriquecimiento a los grandes maestros que han
pasado y pasarán por el podio de su orquesta? Pérez es consciente de que la tauromaquia está altamente cuestionada.
Y probablemente también sabe que los ataques que recibe no son
indiscriminados, sino expresión de lo más profundo de nuestra sociedad.
Sea sincero, maestro: todos sabemos que, por encima de los valores y la
capacidad artísticos, las plazas de director de orquesta son cargos políticos.
Que la Orquesta de la Comunidad de Madrid no pertenece en este momento a
todos los madrileños (aunque la pagamos) sino a Ignacio González,
declarado taurino, impulsor de la declaración de Bien de Interés
Cultural de la tauromaquia en la Comunidad de Madrid. ¿Será que su
permanencia al frente de la orquesta depende de acatar dócilmente las
directrices de su amo? ¿No debería haber derecho a la objeción de
conciencia de los músicos, que puedan manifestar su oposición a
participar en un espectáculo sangriento?
Y aquí
llegamos a un hecho insólito pero cotidiano en la sociedad española:
cualquiera puede proclamarse taurino sin problema alguno, mientras que
declarar estar en contra de la mal llamada fiesta nacional puede acarrear un sinfín de problemas sociales y laborales.
De esto no están exentas personalidades de la cultura y el deporte, y
mucho menos los simples trabajadores, como los músicos de orquestas y
bandas. Cuando Plácido Domingo, durante los aplausos en el estreno de
Simón Boccanegra en el Teatro Real, da unos capotazos en apoyo de la
tauromaquia, cuya abolición se había votado ese día en Cataluña, se le
acepta. Lo mismo ocurre cuando al final de un partido Sergio Ramos saca
una capote y luce unas verónicas. Si un artista o un deportista
aprovecharan esos momentos para afirmar su rechazo, serían como mínimo
criticados o sancionados.
En 2012, el arquitecto
Rafael Moneo y la filósofa americana Martha Nussbaum fueron acreedores
del Premio Príncipe de Asturias, el primero en Artes, la segunda en
Ciencias Sociales. En todas las entrevistas al primero se le preguntaba
por su afición a los toros. A la segunda, autora de importantes ensayos
sobre ética y derechos de los animales, ningún entrevistador se atrevió a
tocarle el tema. Un desinformado tertuliano le preguntó a Chrissie
Hynde en una entrevista radiofónica si había ido a una corrida de toros.
La vocalista de The Pretenders, conocida activista, le despachó un
lúcido y civilizado alegato en contra del maltrato animal. Al irse, los
tertulianos comentaron lo pesada que había sido. Son pocos, pero muy
valiosos, los intelectuales de nuestro país que se atreven a manifestar
su rechazo. Hace falta que sean más. Hace falta que salgan del armario desde el que se acepta tácitamente la tortura institucionalizada.
A la luz de esos hechos, ¿por qué Víctor Pablo Pérez se involucra en
este proyecto? Hay varias respuestas posibles. La primera es que de
verdad le guste la tauromaquia y sienta que está participando de un
proyecto innovador. La segunda, que lo único que le importe es conservar
su puesto. La tercera, que aún no se haya enterado de la barbaridad en
la que está colaborando, y aquí cabe el beneficio de la duda: ¿qué hará
cuando se dé cuenta? Porque, algún día, él, y muchos otros intelectuales, se darán cuenta de que la tortura siempre es tortura. Y que en el siglo XXI, la sociedad española sabe que la tortura no es cultura, si es que alguna vez lo ha sido.
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