El rey Juan Carlos, del que la revista ¡Hola!
destaca “su carácter humano y entrañable”, mató en Rusia en 2006 a un
oso anciano al que previamente habían emborrachado con vodka. Lo contó
un guarda de la región para denunciar que esas cacerías amañadas son
habituales. “Bondadoso y alegre”, el oso había sido enjaulado y
trasladado hasta el coto en el que estaba de parranda el monarca español
desde una localidad turística donde fue obligado toda su vida a actuar
para niños. Se llamaba Mitrofán y Juan Carlos de Borbón lo mató de un
disparo. No era, por descontado, la primera vez que el campechano
mataba, ni sería la última.
El Rey, de quien dice
Spottorno que vive “un martirio” por el caso Nóos, se divierte matando.
Osos debilitados y elefantes africanos, acaso enfermos, ancianos
también. “Los débiles no tienen nada que hacer en la vida. Ni los
débiles ni los tarados”, proclama Paco en una escena de la película La caza,
de Carlos Saura, que en 1966 recibió el Oso de Plata en el Festival de
Berlín aunque en España no fue bien recibida por la crítica de la época:
Paco es despiadado, clasista, autoritario, arrogante. Un franquista
ricachón para quien los débiles son los conejos y los pobres; un
trasunto quizá del propio Franco, para quien los tarados, se deduce, son
los rojos, los artistas, los maricones, los pacíficos, los que abominan
de la sangre. Un cazador. Como el Rey.
Hay una
España despiadada y clasista a la que le da por matar. Campo de batalla
unilateral donde representar el triunfo de su violencia, el coto es el
escenario donde se pactan alianzas, se cierran negocios, se estrechan
lazos sociales y económicos. En ese espacio de muerte, los personajes de
la cacería, gente bien, encarnan un estilo de vida con el que señores y
señoritos aspiran a mantener privilegios medievales, hacen ostentación
de su riqueza y estatus, y amplían sus círculos de corrupción. Y, por
encima de esa trama de intereses, los cazadores se jactan de su
capacidad de dominación a través del más absoluto de los poderes: el de
quitar la vida.
Ver al Rey posando sonriente ante un
elefante despatarrado por sus disparos o ver a Blesa orgulloso tras una
cebra abatida por él es darse de bruces con la cara del desprecio a los
otros, la cara del ultraje a la diferencia y a la belleza, la cara del
menosprecio y de la burla totales. Ellos, que tienen barcos y viajes y
cuadros y palacios, se divierten con el dolor y la muerte. Ellos, que
pueden disfrutar del esplendor de las mejores fincas, del encanto de la
naturaleza más salvaje, de la gracia de singulares paisajes, encuentran
el placer en detener la carrera de un ciervo, en dejar huérfanas a sus
crías, en empuñar las armas más sofisticadas y sembrar el terror. Y a
esas manos nos obligan a confiar el destino de nuestros intereses y de
nuestra cultura. A sus perversas manos.
No hay
photoshop de ¡Hola! suficiente para disimular tanta depravación. La
realidad que representa la afición de nuestros poderosos por la caza es
la de la España polvorienta, la de la miseria moral, la del negocio
sucio, la del país saqueado por comisionistas, la de la hipocresía
catolicona, la del crimen oficial. Es la España que nos quiere vender a
una panda de desalmados como sus mejores familias, cuando la realidad es
que coinciden con lo más chusco. La España de un Rey que mandó
construir en la Zarzuela, con 3,4 millones de dinero público, un
pabellón de caza que es en esencia la “Ambiciones” de Jesulín de
Ubrique: criaturas decapitadas y rifles con incrustaciones de oro y
cristales de Swaroski. La España en la que Kiko Rivera celebra una
fiesta en su casa y la “sensación” de la noche son dos cachorros de león
procedentes de un zoológico de pueblo: esa basura. La España de Juan
Carlos de Borbón, Jesulín de Ubrique, Kiko Rivera. Y Miguel Blesa.
Cazadores, toreros, engendros sociales.
Ahora el
Gobierno negocia con los cazadores reservar áreas de monte público en
días de montería o batidas. El monte público, no para senderistas,
buscadores de setas, ciclistas o paseantes: para asesinos de animales;
no para gente pacífica: para corruptos morales; no para ciudadanos
inofensivos: para los que encuentran placer en sacar las armas, en
disparar y en acabar con la vida de un jabalí o de un corzo.
El Gobierno y los cazadores son esa España, ese Paco que considera que
el resto, débiles y tarados, no tiene nada que hacer en la vida. A
través de La caza, Carlos Saura denunció en 1965 “la violencia,
la agresividad que hay en el mundo, la inutilidad de la guerra, la
inutilidad de la muerte, la inutilidad misma de la caza, porque hoy se
caza por placer, no por necesidad". Esa inutilidad, esa violencia y esa
agresividad son aquí oficiales, institucionales, regias. Matan, en
sentido estricto, y simbolizan además un ataque a la España que no
quiere matar, que quiere vivir de otra manera.
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