miércoles, 25 de marzo de 2015

─Papá, por favor, no lo hagas. ─Hijo, ¿Por qué lo hiciste?

 
La empatía, o subsiste como un todo o muere desmenuzada
NIÑOS CAZANDO
Por Julio Ortega FraileUn día entré con mi hijo en un mercado ­─qué tendría él, ¿ocho o nueve años?─, y me dirigí a la carnicería, donde le pedí al carnicero que me pusiera, entero, cabeza y patitas incluidas ─excepto piel y vida porque iba para el horno─, un conejo que había en el mostrador. Mi chaval, con la voz quebrada entre la zozobra y la súplica me rogó: “Papá, no lo compres, te lo pido por favor, me da mucha pena que los maten para comerlos”.  Yo le contesté con una sonrisa ancha y alegre y con tono protector y paternal: “Hijo, tranquilo, han nacido para eso. No pasa nada, corazón”.
Meses después, no sé cuántos, iba con él en el coche cuando de pronto vimos un gato atropellado en el arcén que se movía. Mi hijo, con la premura que otorga la desesperación y con la seguridad que infunde la urgencia me dijo: “Papá, para, no está muerto, por favor, vamos a llevarlo a un veterinario”. Y yo, sin frenar, dibujando metros entre la agonía de aquella criatura  y la angustia de la mía, con media sonrisa que quería aparentar algo de tristeza y absoluta infalibilidad, le respondí: “Hijo,  pobre gato, me da mucha pena pero comprende que no puedes salvarlos a todos”.
En otra ocasión, después de aquello, al llegar a casa se nos cruzó en el rellano un ratoncillo que corría como huyendo sin saber de qué ni a dónde pero aterrado. Mis reflejos no fallaron y sólo me hizo falta una patada, le acerté de lleno. El bicho quedó aturdido tras estamparse contra una pared. Aproveché su atontamiento para darle un pisotón y rematarlo.  Mi hijo posó en cada peldaño de aquella escalera su horror y su dolor: “¡No! ─gritó─, ¿por qué lo has matado? Era tan pequeñito y estaba tan asustado. ¿Qué mal te hizo? Eres malo, papa”. Yo, con gesto severo y algo condescendiente le repliqué: “Hijo mío, son asquerosos, hacen daño, no merecen vivir. Sólo era un puto ratón, por favor, déjate de gilipolleces que ya no eres un bebé. Anda, entra en casa, coge una bolsa de plástico, mételo dentro y tíralo a la basura, que no vamos a ser incívicos y dejar aquí esta porquería”.
Unos par de años más tarde me llamaron de su colegio. Les habían puesto en clase un documental sobre los niños esclavo de las plantaciones de café en Honduras, y al acabar les pidieron escribir una redacción sobre lo que habían visto. En la de mi hijo sólo había una frase escrita: “Han nacido para eso”.
No hace mucho iba con él a un centro comercial a comprarle unas zapatillas de deporte, de esas que con lo que valen casi comería una familia de tres miembros durante quince días. En la puerta de la tienda había un hombre de mediana edad, vestido con los restos desgastados, a trozos roídos y bastante sucios, de una ropa sin duda más entera y limpia cuando acudió con ella por última vez a la oficina de empleo, esa en la que le dijeron: “Lo sentimos, pero se le han acabado las ayudas, ya ha agotado su derecho a percibir cualquier prestación”.  Un hombre con una de las miradas más dolientes que he conocido en mi vida. Al pasar a su lado nos dijo: “Por favor, ¿pueden ayudarme con lo que sea?”. Mi hijo se detuvo y lo miró con una mezcla de asco y desprecio, más bajo que aquel señor parecía contemplar desde los cielos a quien se arrastraba por los infiernos. Se apartó un paso, como por no contagiarse, y le soltó: “Que te den, búscate la vida, curra y no pidas limosna, desgraciao”. “¿Pero, qué haces?, ¿cómo le dices algo así” –le pregunté sin poder creer lo que había escuchado, su respuesta fue inmediata y contundente, no había ni asomo de compasión ni arrepentimiento en su cara: “Papá, no se puede ayudar a todos”.
La noche pasada se presentó la policía nacional en la puerta de mi casa. Me preguntaron si yo era el padre de mi hijo y después me pidieron que les acompañase a la comisaría. Mi crío, que ya no es un crío, estaba detenido como presunto partícipe en el apuñalamiento de un homosexual. Cuando lo tuve delante descubrí en él una sonrisa de orgullo, yo estaba desencajado física y psíquicamente y con los ojos encharcados. Le pregunté si lo había hecho y me respondió: “Sí”. Quise saber el porqué y su contestación fue: “era un degenerado repugnante, una aberración, dañaba el buen gusto, la moral y la naturaleza. No merecía vivir, papá”.
Esta madrugada me ha costado muchas horas dormirme, tantas que se me antojaron vidas, vidas perdidas, vidas malgastadas, y cuando lo conseguí soñé con gatos, conejos y ratones, y con mi hijo. En mi sueño esas criaturas estaban vivas y él libre, pero al despertar esta mañana he recordado que todas ellas habían muerto y que él ha pasado la noche en una celda. En este instante entiendo que en cierto modo yo las he matado y que al fin he sido yo quien de alguna manera lo ha condenado. En aquel cuchillo, sin haberlo empuñado, también están mis huellas. No las dactilares, pero sí las morales.

“El hombre ha hecho de la tierra un infierno para los animales” (Arthur Schopenhauer, filósofo).
“Qué es eso que debe dibujar la línea insuperable? La pregunta no es, ¿pueden razonar?, ni ¿pueden hablar?, sino, ¿pueden sufrir?” (Jeremy Bentham, filósofo)
“Un niño que crece rodeado de agresión contra cualquier ser vivo tiene más probabilidad de violar, abusar o matar a humanos cuando sea adulto” (Stephen Kellert, profesor de Ecología Social y Alan R. Felthous, profesor de Psiquiatría Forense).

Julio Ortega Fraile
@JOrtegaFr

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