La empatía, o subsiste como un todo o muere desmenuzada
Por Julio Ortega FraileUn
día entré con mi hijo en un mercado ─qué tendría él, ¿ocho o nueve
años?─, y me dirigí a la carnicería, donde le pedí al carnicero que me
pusiera, entero, cabeza y patitas incluidas ─excepto piel y vida porque
iba para el horno─, un conejo que había en el mostrador. Mi chaval, con
la voz quebrada entre la zozobra y la súplica me rogó: “Papá, no lo
compres, te lo pido por favor, me da mucha pena que los maten para
comerlos”. Yo le contesté con una sonrisa ancha y alegre y con tono
protector y paternal: “Hijo, tranquilo, han nacido para eso. No pasa
nada, corazón”.
Meses después, no sé cuántos, iba con él
en el coche cuando de pronto vimos un gato atropellado en el arcén que
se movía. Mi hijo, con la premura que otorga la desesperación y con la
seguridad que infunde la urgencia me dijo: “Papá, para, no está muerto,
por favor, vamos a llevarlo a un veterinario”. Y yo, sin frenar,
dibujando metros entre la agonía de aquella criatura y la angustia de
la mía, con media sonrisa que quería aparentar algo de tristeza y
absoluta infalibilidad, le respondí: “Hijo, pobre gato, me da mucha
pena pero comprende que no puedes salvarlos a todos”.
En otra ocasión, después de aquello, al
llegar a casa se nos cruzó en el rellano un ratoncillo que corría como
huyendo sin saber de qué ni a dónde pero aterrado. Mis reflejos no
fallaron y sólo me hizo falta una patada, le acerté de lleno. El bicho
quedó aturdido tras estamparse contra una pared. Aproveché su
atontamiento para darle un pisotón y rematarlo. Mi hijo posó en cada
peldaño de aquella escalera su horror y su dolor: “¡No! ─gritó─, ¿por
qué lo has matado? Era tan pequeñito y estaba tan asustado. ¿Qué mal te
hizo? Eres malo, papa”. Yo, con gesto severo y algo condescendiente le
repliqué: “Hijo mío, son asquerosos, hacen daño, no merecen vivir. Sólo
era un puto ratón, por favor, déjate de gilipolleces que ya no eres un
bebé. Anda, entra en casa, coge una bolsa de plástico, mételo dentro y
tíralo a la basura, que no vamos a ser incívicos y dejar aquí esta
porquería”.
Unos par de años más tarde me llamaron
de su colegio. Les habían puesto en clase un documental sobre los niños
esclavo de las plantaciones de café en Honduras, y al acabar les
pidieron escribir una redacción sobre lo que habían visto. En la de mi
hijo sólo había una frase escrita: “Han nacido para eso”.
No hace mucho iba con él a un centro
comercial a comprarle unas zapatillas de deporte, de esas que con lo que
valen casi comería una familia de tres miembros durante quince días. En
la puerta de la tienda había un hombre de mediana edad, vestido con los
restos desgastados, a trozos roídos y bastante sucios, de una ropa sin
duda más entera y limpia cuando acudió con ella por última vez a la
oficina de empleo, esa en la que le dijeron: “Lo sentimos, pero se le
han acabado las ayudas, ya ha agotado su derecho a percibir cualquier
prestación”. Un hombre con una de las miradas más dolientes que he
conocido en mi vida. Al pasar a su lado nos dijo: “Por favor, ¿pueden
ayudarme con lo que sea?”. Mi hijo se detuvo y lo miró con una mezcla de
asco y desprecio, más bajo que aquel señor parecía contemplar desde los
cielos a quien se arrastraba por los infiernos. Se apartó un paso, como
por no contagiarse, y le soltó: “Que te den, búscate la vida, curra y
no pidas limosna, desgraciao”. “¿Pero, qué haces?, ¿cómo le dices algo
así” –le pregunté sin poder creer lo que había escuchado, su respuesta
fue inmediata y contundente, no había ni asomo de compasión ni
arrepentimiento en su cara: “Papá, no se puede ayudar a todos”.
La noche pasada se presentó la policía
nacional en la puerta de mi casa. Me preguntaron si yo era el padre de
mi hijo y después me pidieron que les acompañase a la comisaría. Mi
crío, que ya no es un crío, estaba detenido como presunto partícipe en
el apuñalamiento de un homosexual. Cuando lo tuve delante descubrí en él
una sonrisa de orgullo, yo estaba desencajado física y psíquicamente y
con los ojos encharcados. Le pregunté si lo había hecho y me respondió:
“Sí”. Quise saber el porqué y su contestación fue: “era un degenerado
repugnante, una aberración, dañaba el buen gusto, la moral y la
naturaleza. No merecía vivir, papá”.
Esta madrugada me ha costado muchas
horas dormirme, tantas que se me antojaron vidas, vidas perdidas, vidas
malgastadas, y cuando lo conseguí soñé con gatos, conejos y ratones, y
con mi hijo. En mi sueño esas criaturas estaban vivas y él libre, pero
al despertar esta mañana he recordado que todas ellas habían muerto y
que él ha pasado la noche en una celda. En este instante entiendo que en
cierto modo yo las he matado y que al fin he sido yo quien de alguna
manera lo ha condenado. En aquel cuchillo, sin haberlo empuñado, también
están mis huellas. No las dactilares, pero sí las morales.
“El hombre ha hecho de la tierra un infierno para los animales” (Arthur Schopenhauer, filósofo).
“Qué es eso que debe dibujar la
línea insuperable? La pregunta no es, ¿pueden razonar?, ni ¿pueden
hablar?, sino, ¿pueden sufrir?” (Jeremy Bentham, filósofo)
“Un niño que crece rodeado de
agresión contra cualquier ser vivo tiene más probabilidad de violar,
abusar o matar a humanos cuando sea adulto” (Stephen Kellert, profesor de Ecología Social y Alan R. Felthous, profesor de Psiquiatría Forense).
Julio Ortega Fraile
@JOrtegaFr
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