viernes, 5 de diciembre de 2014

Literatura para la subversión

La divulgación literaria de un pensamiento científico o filosófico es la prueba de su ingreso en el tejido social, sobre todo si esa obra ha sido avalada con la popularidad y el reconocimiento
Numerosos y grandes autores han usado literatura como medio para denunciar el maltrato que los animales humanos infligen a los otros animales
La autora ha adaptado para este blog la ponencia que dictó en el I Congreso de la Red Española de Filosofía, celebrado del 3 al 5 de septiembre de 2014 en la Facultat de Filosofia i Ciències de l'Educació de la Universitat de Valéncia


Julio Cortázar, Truman Capote, William Burroughs y Virginia Woolf con sus amigos no humanos. Portada del libro 'Perros, gatos y lémures. Los escritores y sus animales' (Errata Naturae Editores, 2011). Ilustración: @David Sánchez
Julio Cortázar, Truman Capote, William Burroughs y Virginia Woolf con sus amigos no humanos. Ilustración de portada del libro 'Perros, gatos y lémures. Los escritores y sus animales' (Errata Naturae Editores, 2011) ©David Sánchez

El premio nobel de literatura José Saramago afirmaba que, cuando se decidía a escribir un ensayo, lo que nacía de su pluma era una novela. No es extraño, la imaginación ha sido una poderosa palanca para reflexionar, como ya nos enseñó Platón exponiendo sus ideas a través de mitos. Como la filosofía, la literatura nace de la pasión, relacionada con la necesidad de entender y dar sentido a nuestra existencia, de ahí que el término logos designe tanto ‘la palabra’ como ‘la razón’ y la voz literatura, ‘el saber en general’ o ‘la cultura’, hasta mediados del siglo XIX porque la filosofía y las letras han ido de la mano desde la Antigüedad, cuando el saber se escribía en verso.
En el siglo XIX, Tolstoi creyó que los escritores aún podían ser un faro moral de la sociedad y, en The First Step (1892), resume su ideario en relación a los animales: “Un hombre puede vivir y estar sano sin matar animales para comer; por ello, si come carne, participa en quitarle la vida a un animal sólo para satisfacer su apetito. Y actuar así es inmoral”. Considerado el primer manifiesto en pro del vegetarianismo, el mensaje de Tolstoi fue escuchado por Gandhi, que lo universalizó. No sólo ellos, muchos filósofos y escritores eligieron el camino del vegetarianismo como credo, desde Sócrates, Plutarco o Séneca, pasando por Montaigne, Thoreau, Voltaire y Rousseau, hasta Kafka o Yourcenar.
De las varias formas de usar la literatura para denunciar el maltrato animal destacaremos tres: la que señala la crueldad humana mediante la burla y la ironía, camino elegido por Unamuno parodiando el cartesianismo con mordacidad e ingenio en su novela Niebla (1914); la que se sirve de argumentos que apelan a la razón, caso de J.M. Coetzee reivindicando los postulados de Peter Singer en sus novelas Desgracia (Literatura Random House 2000) o Elisabeth Costello (Literatura Random House 2004); y aquella que busca la identificación del público con lo leído tras haber movido sus emociones, como sucede en la novela Ánima, de Wajdi Mouawad (Destino 2014).
La primera opción nos asegura que, si en una novela podemos burlarnos de lo dicho por Aristóteles o Descartes y cuestionar nuestra tradición, entonces estamos preparados para exigir el trato ético a los animales. Así lo evidencian la ironía de Rebelión en la granja (1945) de Georges Orwell, donde los animales son metáforas de la crueldad y ansias de poder humanos; La oveja negra y demás fábulas (1969) de Augusto Monterroso, cuyos relatos juegan con los componentes de la fábula tradicional -desde la parodia, la sátira y el humor irónico- para criticar las instituciones político-sociales y literarias; A las puertas del reino animal (1990; Seix Barral, 2009), cuentos de Amy Hempel, denunciando la insensibilidad para con los animales con una ironía (“Hasta que no cumplí los diecisiete años, creía que un jamón era un animal”), no exenta de ternura (“Los veterinarios son los más nobles de los médicos porque sus pacientes no pueden decirles qué les pasa. Un veterinario tiene que tantear, y tantea con el corazón”); y Nombres y animales (Periférica 2013), la novela de Rita Indiana que ofrece la visión de los animales desde los ojos de una niña de 14 años que trabaja en una clínica veterinaria y, en forma naif, narra los abusos que no puede nombrar, siendo la suya una crítica a través del lenguaje.
El segundo modo apuntado es el que elige argumentos lógicos y una crítica directa de los abusos y proceder de nuestra sociedad, que no quiere formularse preguntas ni saber qué pasa con el maltrato animal, porque si descubre la crueldad y explotación que dispensa a los no humanos (en granjas, laboratorios...) estará obligada a cambiar sus hábitos de conducta, que son cómodos y frívolos. Este es el discurso de Jonathan Safran Foer, escritor norteamericano, en Comer animales (Seix Barral 2011), al denunciar que los no humanos son “los prisioneros de una larga guerra que libramos hace mucho tiempo”. El prisionero de guerra no pertenece a nuestra tribu, es el otro y, por eso, durante siglos, lo hemos podido encerrar, torturar, esclavizar y matar, es decir, nuestra sociedad, “en nombre de los bajos costes, trata a los animales que comemos con una crueldad tan extrema que sería ilegal si se aplicara a un perro”. En suma, “es una guerra nueva y tiene un nombre: granjas industriales”.
A partir de este planteamiento, cabe preguntarse: si el psicópata es aquel que carece de empatía, ¿no será eso lo que caracteriza el comportamiento humano respecto a otras especies? ¿No padeceremos una patología colectiva, semejante a la que permitió los autos de fe o el genocidio nazi? Nos escandaliza matar a un igual, pero no a lo radicalmente distinto, es decir, al judío, como nos recuerda Primo Levi en su novela Si esto es un hombre (1947); al hereje, Miguel Delibes, en El hereje (Destino, 1998) o a un ave de corral, J.M. Coetzee, en Desgracia .
Este último novelista, profesor de literatura, critica con dureza el sustrato cultural de Occidente, que ignora los derechos de los animales. En Desgracia, su obra maestra, Coetzee denuncia la sórdida crueldad hacia los perros abandonados, víctimas sin capacidad de rebelarse en la miseria sudafricana (“nos hacen el honor de tratarnos como a dioses, y nosotros respondemos tratándolos como a cosas”), y nos recuerda que Europa es responsable de la herencia ideológica causante del problema, desde el Génesis a Descartes, a la que contrapone la tradición literaria de Montaigne y Kafka, junto a la filosófica de Tom Regan o Peter Singer.
Coetzee aboga por la igualdad más allá de la especie, denunciando nuestra concepción antropocéntrica y racionalista del universo, en la cual “un ser vivo que no hace lo que nosotros llamamos pensar es un ser de segunda”. También cuestiona el supuesto kantiano que da por hecho que los humanos tenemos dignidad a diferencia de los animales. Más radical, su novela Elisabeth Costello , equipara la producción industrial de ganado para el consumo humano a “campos de concentración” tolerados y su sacrificio masivo, al Holocausto nazi. Su protagonista, una reconocida escritora, es invitada a dar varias conferencias para hablar de su obra, cuando sorprende al auditorio universitario que la escucha con una cerrada defensa de la causa animal y su opción por el vegetarianismo.
La tercera forma de utilizar la literatura es la que busca mover los sentimientos del lector. Algunos escritores se han puesto en la piel de los no humanos para contar lo que sienten, desde Horacio Quiroga a principios de siglo XX, en Cuentos de la selva (1918), a Wajdi Mouawad con su demoledora novela Ánima . Lo arriesgado de este libro es que, en su mayor parte, está narrado por animales: un perro, una ardilla, un cerdo, un caballo, una mariposa, hormigas, arañas, búhos, ratas, mofetas, gusanos, cuervos, moscas... que se expresan en el tono justo para mostrar su dolor y el de los humanos. Si Rita Indiana nos describía a los animales desde la mirada del hombre, Mouawad hace lo contrario. Es este un difícil ejercicio estilístico; pero, sobre todo, es un ejercicio de complicidad con todo lo viviente, un gran esfuerzo de ponerse en la piel de seres diferentes, como un chimpancé al valorar a los humanos: “Esperan la llegada de los dioses, pero no ven los ojos de las bestias que los miran. No oyen cómo los escucha nuestro silencio”. Salvo excepciones como Ánima , en general no empatizamos con otras especies, sino que las despersonalizamos, pues es más fácil matar a un cordero anónimo que a otro al que hemos criado y puesto un nombre. Un asno cualquiera es invisible, Platero es ya inmortal después que Juan Ramón Jiménez le otorgase un lugar protagonista en su prosa.
De ahí que la literatura se revele como un medio poderoso para que la sociedad madure y exija mejoras porque, desgraciadamente, el ciudadano medio no lee a filósofos morales como Peter Singer ( Liberación animal, 1975; Taurus 2011), o Tom Regan ( Jaulas vacías, 2004; Fundación Altarriba 2006), ni a profesores expertos en legislación, que distinguen los derechos de los animales frente al bienestarismo ( Gary Francione, Animals, Property, and the Law 1995); ni a primatólogos, caso de Goodall ( A través de la ventana. Treinta años estudiando a los chimpancés, Salvat 1993) o Galdikas ( Reflejos del Edén. Mi vida con los orangutanes de Borneo, 1996; Pepitas de Calabaza 2013) que nos hablan de la etología de chimpancés y orangutanes, para concluir su cercanía con el hombre; pero cualquiera es capaz de leer una novela y esta, plantear cuestiones éticas que cuestionen el modo de pensar heredado.
La literatura ha elegido reiteradamente a los simios como personajes de ficción porque su uso en experimentos es un tema espinoso aún no resuelto, proponiendo al lector la cuestión ética de su maltrato por la cercanía genética entre ellos y nosotros. Desde Leopoldo Lugones, en su cuento ' Yzur' (1906), donde se evidencia la insensibilidad de los científicos con los primates, al presentar un chimpancé que posee la capacidad de hablar pero no la usa para protegerse del humano de quien depende; Horacio Quiroga, planteando en sus relatos el enfrentamiento de hombres y animales, desde la perspectiva de ambas especies, destacando la crueldad sobre los simios: sea la perversión sexual de un humano con un gorila como objeto de un experimento en Historia de Estilicón (1904) o el suicidio de un simio ante la irracionalidad y sinsentido de las pruebas de laboratorio a que es sometido en El mono ahorcado (1907). Si en Historias naturales (1894) Jules Renard concluía en el capítulo ' Monos': “Un mono: un hombre que ha fracasado”, Kafka invertía la ecuación en Informe para una Academia (1917) poniendo en boca de un simio el alto precio que había pagado por sobrevivir tras su captura: humanizarse, fumando, tomando alcohol o aprendiendo a hablar. En la novela El planeta de los simios (1963), Pierre Boulle convierte a los humanos en cobayas de experimentación en manos de gorilas. Otra novela posterior, Deseo (Seix Barral 1996), de Peter Goldsworthy, plantea la historia de una gorila que, tras ser liberada de un laboratorio de experimentación científica por unos activistas, se enamora del profesor que le enseña el lenguaje de sordos cruzando la barrera de la especie.
Tal vez, en el futuro, la literatura elija otras causas y, gracias a obras que reflejen los abusos infligidos a los animales, sea posible ver leyes que sancionen duramente su maltrato, sea utilizándoles como armas de guerra por el ejército, hacinándoles en granjas de producción intensiva o castigándoles con ahorcamientos (galgos). Por ello, no extraña que novelas valientes hayan abordado temas tan impopulares como la vivisección, caso de La isla del Dr. Moreau (1896), donde H.G. Wells ya denunciaba a un médico que viviseccionaba a humanos para convertirlos en híbridos animales; o la zoofilia, en La piel fría (Edhasa 2005) de Sánchez Piñol, que describe la violación reiterada de una hembra de animal anfibio por dos hombres que se acaban enfrentando por ella.
Hay escritores que han ido más allá de la literatura, como Marguerite Yourcenar, cuyo compromiso moral con cualquier ser vivo la ha llevado a escribir ensayos y una ' Declaración de los derechos de los animales' que busca el reconocimiento de la ley. Preocupada por las atrocidades, se pregunta: "¿Qué derecho tiene el hombre a ejercer un poder abusivo sobre los animales y qué se puede hacer?". Su respuesta es contundente y simple: “Seguir viviendo mientras se pueda ser útil aun cuando sea a un solo ser. Incluso cuando todo parezca estar perdido [...], de tal manera que consigamos hacer del mundo un lugar menos escandaloso de lo que es”.
¿Qué nos dicen los textos de estos autores? Que la divulgación literaria de un pensamiento científico o filosófico es la prueba de su ingreso en el tejido social, sobre todo si esa obra ha sido avalada con la popularidad y el reconocimiento, caso del nobel de literatura a José Saramago en 1998 o a J.M. Coetzee, en 2003. Partidarios de una escritura de denuncia, sin eufemismos, ambos demuestran que la sociedad que los lee está preparada para encajar su crítica sobre la violencia convertida en rutina, la cosificación de las víctimas y la elusión de nuestra responsabilidad moral.
El suyo es el mismo mensaje de filósofos y moralistas -pero con el poder que la ficción posee sobre un frío ensayo-, abogando por una segunda Ilustración que iguale a todos los seres vivos, como defiende Jorge Riechmann (“Si el objetivo de la primera Ilustración era conseguir la paz entre los seres humanos, el de la segunda sería lograr la paz entre los seres humanos y la naturaleza no humana”). El mismo Coetzee impartió una serie de conferencias (1997-1998) en la Cátedra Tanner de Princeton para denunciar que no había diferencias entre los campos de exterminio del Tercer Reich y las granjas donde los animales viven estabulados esperando su sacrificio. Dada la poca repercusión de su ensayo académico, Coetzee puso sus palabras en boca del personaje imaginario de su novela Elizabeth Costello, que alcanzó rápida difusión.
En resumen, la novela es un buen observatorio de reflexión en la medida que nos propone interrogantes y nos obliga a darles respuestas; es espejo de nuestros actos, y, sobre todo, vehículo de una verdad superior, moral. La del novelista y crítico John Berger en Mirar (Gustavo Gili 2003), pidiendo un cambio en nuestra forma de juzgar a los no humanos “desde un abismo de incomprensión”, pues “el hombre siempre mira desde la ignorancia y el miedo”; o la de Yourcenar, quien -ante los comentarios de la poca efectividad de su declaración de los Derechos de los animales- responde:
No matarás. Toda la historia, de la que tan orgullosos nos sentimos es una perpetua infracción a esa ley. No harás sufrir a los animales, o al menos les harás sufrir lo menos posible. Tienen sus derechos y su dignidad como tú mismo, es una amonestación bien modesta; en el estado actual de las mentes, por desgracia, es casi subversiva. Seamos subversivos. Hay que rebelarse contra la ignorancia, la indiferencia, la crueldad que suelen aplicarse al hombre porque antes se han ejercitado contra el animal. [...] Habría menos niños mártires si hubiese menos animales torturados.

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