"El que te alimenta, te controla", Thomas Sankara
En los mataderos siempre es invierno. Como copos de nieve que se
estrellan contra el mármol van desfilando en silencio los animales.
Decenas de pedidos se acumulan sobre la mesa. Supermercados, comidas
benéficas, de navidad y una cena mitin para más de trescientas personas a
la que abastecerán en unas horas. Todo tiene que estar perfecto. La
sala está repleta de hombres y mujeres que aplauden la llegada del líder
y su comitiva. Hay un rumor de banderas honestas ondeando el escenario y
las mesas de los comensales.
El carismático líder
habla despacio, pero con firmeza. Exige acabar con la pobreza.
Reivindica el lenguaje del trigo y de la ética, habla de respeto, de la
empatía hacia el otro, de las injusticias que hay que combatir. Y
mientras dibuja un mundo libre de crueldad, apura el último bocado de
carne y pide un par de costillas con patatas. ¿Es lechal, verdad? Sí, le
aseguran.
Su comida nació hace mes y medio. Ha
permanecido junto a su madre seis semanas, es un glotón que adora mamar.
El día que lo separaron de ella gritó desesperado durante todo el
traslado en el camión. Llegó a una sala fría y oscura junto a decenas de
corderos pascales que llevaban un número y una fecha de sacrificio
marcados sobre el cuerpo. La empresa calculó que la comida del
carismático líder y sus compañeros estaba lista, pesaba siete kilos, el
peso óptimo para el mercado, para ser consumido. Camino del matadero
tuvo frío, hambre, miedo, pero también curiosidad. Hasta que sintió un
golpe seco, allí acabó todo. Una vez despiezado, la comida del
carismático líder realizará el viaje más largo de su vida, mejor dicho,
de su muerte. En ese viaje hasta la ciudad no podrá ver el campo, los
árboles, las flores del camino, tampoco podrá escuchar el chapoteo del
agua de la fuente, todo aquello que estaba tan cerca y que nunca pudo
sentir, oler, tocar.
Las bandejas de plástico borran
toda huella de crueldad, lo hacen aséptico, es carne de un animal, mejor
dicho, de una cría de animal, pero podría ser pan, pasteles o lechugas.
El supermercado es un lugar donde existe el consumo, no el dolor. No
hay memoria en un supermercado, nunca hay preguntas, salvo sobre las
ofertas del día.
Al cabo de unas horas su carne
tierna e infantil llega al plato del carismático líder, junto a un
puñado de patatas y de hierbas aromáticas. En la sala, llena de jóvenes
revolucionarios y expertos, hombres y mujeres de impecable historial de
libertades siguen comiendo y defendiendo una lucha certera contra las
injusticias, una renovación de la lucha de clases en el siglo XXI. Las
canciones y el vino animan el ambiente. Y mientras trenzan palabras en
el aire, el líder hinca sus dientes sobre el blando lomo, chupa con
disimulo las costillas y arranca con placer los trozos de carne unidos
al tierno hueso.
Cuando termina, se levanta, alza su
copa y exige junto a sus compañeros acabar con la explotación. Hay que
plantarles cara a los explotadores, hay que ganar esta batalla, grita, y
a veces no nos damos cuenta, no vemos lo que tenemos delante de
nosotros. Le aplauden y él, agradecido, despliega su mejor sonrisa,
aunque entre los dientes, la carne de otro esclavo ha sido engullida
bajo promesas revolucionarias, bajo palabras como igualdad, explotación y
libertad. La revolución empezará mañana, dicen, pero esa… esa es otra
historia.
En los mataderos siempre es invierno. En los mataderos siempre es infierno.
Nota de la autora. Cuento inspirado en la cita de la escritora Alice Walker:
“Cuando un día hablábamos sobre la libertad y la justicia estábamos
sentados ante filetes. Estoy comiendo miseria, pensé para mí cuando tomé
el primer bocado, y lo escupí" .
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