El I Congreso Internacional de la Red Española de Filosofía (“Los
retos de la filosofía en el siglo XXI”), celebrado entre los días 3 y 5
de septiembre en la Universitat de València, ha incluido en su programa
un amplísimo contenido referido a nuestra relación con los otros
animales, abordada desde la estética, la ética y la política.
El
conflicto entre la consideración moral de los animales y la ética
ambiental ocupó, entre otras, la ponencia que publicamos. Su autora es
investigadora de la Universitat Pompeu Fabra en Filosofía Moral,
especializada en Ética Animal, y escribe su tesis doctoral sobre las
razones que tenemos para intervenir en la naturaleza con objeto de
ayudar a los animales no humanos.
Catia Faria
Hay multitud de casos de intervenciones
llevadas a cabo para ayudar a los animales que viven en la naturaleza.
Por ejemplo, en países como India, Estados Unidos o Canadá es habitual
distribuir comida a animales salvajes que se encuentran hambrientos
debido a la escasez de recursos causada por un clima extremo. En otros
casos, las intervenciones son masivas, como la campaña de vacunación de
zorros contra la rabia en Europa, que ha conseguido erradicar dicha
enfermedad del continente, siendo un programa después replicado en
distintos lugares del mundo.
El éxito de estas
intervenciones sugiere que muchas otras son definitivamente viables. El
problema consiste en que la ayuda normalmente se restringe a los
animales que pertenecen a una especie amenazada, o sólo se lleva a cabo
si hay riesgo de que su aflicción se extienda a los humanos. Aquéllos
que no satisfacen estas condiciones no reciben el mismo tratamiento y
consideración, a pesar de experimentar los mismos niveles de
sufrimiento. Sin embargo, la intensidad del sufrimiento de un individuo
no depende del tamaño poblacional de su especie ni de los riesgos que
suponga para otros seres sintientes. Así que no parece que existan
razones que no sean arbitrarias para excluir a la mayoría de los
animales de ser ayudados de esta forma y hacerlo cada vez que esté en
nuestro poder prevenir o aliviar los daños que padecen.
Sin embargo, se defiende habitualmente que lo mejor que podemos hacer
por los animales que viven en la naturaleza es simplemente dejarlos en
paz. Es decir, que no tenemos ninguna razón para prevenir o aliviar los
daños que los animales padecen a diario en el medio natural. Esto ha
sido referido en la literatura como la “intuición laissez-faire”. Esta
intuición se basa, habitualmente, en dos asunciones fundamentales. En
primer lugar, se apoya en una cierta visión idílica de la naturaleza,
según la cual los animales salvajes llevan, en general, vidas buenas,
solamente amenazadas por interferencias humanas ocasionales. En segundo
lugar, se basa en la idea de que sólo tenemos razones para ayudar a los
demás en necesidad cuando su situación esté causada por la acción
humana. Sin embargo, hay fuertes razones para pensar que esta intuición
no está justificada y que, por tanto, debemos abandonarla.
En primer lugar, datos de la ciencias naturales, en particular de la
dinámica de poblaciones, nos muestran cómo la visión idílica de la
naturaleza es falsa. Al contrario de lo que suele pensarse, la
naturaleza es una fuente permanente de sufrimiento y muerte para la
mayoría de los animales salvajes. Esto es así dado que la estrategia
reproductiva que sigue la mayoría de los animales para maximizar la
transmisión de genes a la generación siguiente (la llamada selección - r)
consiste en producir un gran número de descendencia y dedicar una
inversión mínima en cuidado parental. Puesto que los recursos en la
naturaleza, como el espacio y el alimento, son finitos, estas
poblaciones de animales poseen niveles de supervivencia muy bajos, de
modo que la mayoría de ellos muere poco después de nacer. Las ranas, por
ejemplo, pueden poner miles de huevos, aunque de las crías que salen de
ellos, de media, sobrevive sólo una por cada progenitor. Las restantes
mueren. Peces e incluso pequeños mamíferos, como los ratones, son otros
ejemplos.
Sus cortas vidas no suelen contener
experiencias positivas de ningún tipo y su muerte suele ser dolorosa,
además de estar acompañada por otras experiencias negativas de miedo e
intensa angustia A su vez, los pocos animales que escapan a una muerte
prematura padecen de forma sistemática múltiples daños producidos por
agresiones de otros animales y por otras causas naturales, como
hambrunas, enfermedades, condiciones climáticas extremas, parásitos,
etc. Así, dado que la mayoría de los animales salvajes tienen vidas
cortas y llenas de sufrimiento, y que los restantes animales que viven
en la naturaleza padecen daños sistemáticos a causa de múltiples eventos
naturales, la visión idílica de la naturaleza debe ser rechazada.
Consecuentemente, la llamada «intuición laissez-faire», según la cual no
debemos ayudar a los animales en la naturaleza, en situación de
necesidad, está injustificada.
En segundo lugar, la
idea de que sólo tenemos razones para aliviar el sufrimiento de los
demás cuando éste está causado por los seres humanos es incompatible con
nuestras prácticas habituales de ayuda a otros seres humanos y a
animales domésticos en igualdad de circunstancias. Para hacerla
compatible deberíamos también rehusar ayudar a seres humanos en
necesidad cuando su situación obedece a causas distintas a la acción de
otros humanos, tales como el hambre, las enfermedades u otros eventos
naturales como terremotos o tsunamis. Lo mismo ocurre en el caso de los
animales domésticos afectados, por ejemplo, por catástrofes naturales.
Difícilmente creeríamos justificado no ayudarles, sino más bien lo
contrario: siempre que esté a nuestro alcance, debemos actuar de modo
que ayude a estos individuos.
Ahora bien, la
diferencia de consideración y tratamiento entre animales humanos y no
humanos, y entre animales domésticos y animales salvajes, estaría
justificada sólo en el caso de que hubiera una diferencia moralmente
relevante entre los intereses de unos y de otros. Para el caso humano
muchos dirían que los seres humanos tienen determinadas capacidades
cognitivas que los restantes animales no poseen (por ejemplo, la
auto-consciencia) y que justificarían que en casos parecidos ayudemos a
unos, pero no a otros.
Sin embargo, como es
ampliamente sabido, cualquier capacidad a la que pueda apelarse nos
conducirá a la llamada «superposición de las especies». Es decir, habrá
seres humanos que no la poseerán (como, por ejemplo, respecto de la
autoconsciencia, algunos seres humanos con diversidad funcional
intelectual) y animales no humanos que sí la poseerán (como, por
ejemplo, los grandes simios). Otros dirían que la diferencia no está en
las capacidades sino en ciertas relaciones de afecto que estos
individuos mantienen con otros individuos que son agentes morales (seres
humanos). Pero, una vez más, habrá individuos que no cumplirán con
estas condiciones a quien no estaríamos dispuestos a dejar de ayudar, en
caso de que lo necesitaran.
Ello se explica porque,
independientemente de las relaciones o capacidades cognitivas de estos
individuos, son similarmente susceptibles de ser dañados o beneficiados
por lo que les ocurre. Todos ellos son seres sintientes. La sintiencia
es la capacidad que permite a un individuo ser afectado por lo que le
ocurre de forma negativa (sufrir) y positiva (disfrutar) y, como tal,
ser dañado o beneficiado. Así, en lo que es moralmente relevante, es
decir, en sus intereses en no sufrir y en disfrutar, no hay ninguna
diferencia entre animales humanos y no humanos, o entre los animales no
humanos que viven en la naturaleza y los domésticos. Todos pueden ser
igualmente dañados por lo que les ocurre y verse beneficiados por
nuestra ayuda.
Si esto es así, o bien nos abstenemos
de ayudar a seres humanos y animales domésticos que sufran por causas
naturales (como enfermedades), o bien ayudamos siempre que podamos a
todos los individuos en necesidad, independientemente de su especie o de
cualquier otra característica moralmente irrelevante. Dado que sería
inaceptable dejar de ayudar a seres humanos o animales domésticos en
situaciones de sufrimiento por causas naturales, el rechazo al especismo
nos obliga a extender nuestra ayuda hasta incluir a todos los animales
en necesidad, humanos y no humanos, domésticos o salvajes.
Implicaciones para la ética de la gestión ambiental
Sin embargo, la gestión ambiental que se lleva a cabo actualmente es
claramente contraria a esta idea. En algunos casos se acepta la
intuición «laissez-faire», es decir, que debemos dejar en paz a los
animales que viven en la naturaleza, sin intervenir, aunque éstos
necesiten ayuda. Esta intuición está, como vimos, injustificada. Sin
embargo, en otros casos se interviene en la naturaleza, pero
restringiendo la ayuda únicamente a animales que pertenecen a
determinadas especies. En general, no sólo se niega ayuda a la mayoría
de animales que sufren en el medio natural, sino que a menudo se agrava
su situación, infligiéndoles daño para conseguir determinados fines
ecologistas o explícitamente antropocéntricos (como el exterminio de
herbívoros para proteger especies vegetales o la erradicación de
híbridos). Ahora bien, dada la predominancia del sufrimiento en el medio
salvaje y nuestra obligación moral de ayudar a quienes se encuentran en
necesidad, sin atender a su especie, la gestión ambiental debe
orientarse de forma prioritaria a la satisfacción de los intereses de
los animales salvajes.
Por lo que hemos visto,
dado que existe una enorme cantidad de sufrimiento en la naturaleza y
que los intereses de los animales salvajes tienen el mismo peso moral
que los intereses de otros seres sintientes (humanos y no humanos),
debemos intervenir para aliviar los daños que estos animales padecen por
causas naturales. Esto tiene consecuencias importantes para la ética de
la gestión ambiental. Una ética de la gestión ambiental basada en la
plena consideración de los animales exigiría una política de
intervención con dos ejes fundamentales. Por una parte, el rechazo a
infligir sufrimiento a los animales que viven en la naturaleza como
medio para conseguir otros supuestos valores (como lo hacen ciertas
políticas actuales de orientación ecologista). Por otra, perseguir
intervenciones positivas que ayuden a los animales en la naturaleza que
se encuentren en necesidad, independientemente de la especie a la que
pertenezcan.
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