Asociamos la tauromaquia con el escenario público de la sangre, la
baba y el estertor, todo ello a apenas unos metros del “respetable”.
Pero la tauromaquia es mucho más que eso; y más quiere decir peor: más detestable, más triste, más criminal.
Hace pocos días, tres toros que eran trasladados, a la fuerza, a una corrida de rejones en Vitoria-Gazteiz no sobrevivieron al viaje y aparecieron muertos en el camión que los transportaba. Por calor, por estrés o porque, por prescripción de los veterinarios taurinos, no habían recibido alimento ni agua durante el trayecto.
Hace pocos días, tres toros que eran trasladados, a la fuerza, a una corrida de rejones en Vitoria-Gazteiz no sobrevivieron al viaje y aparecieron muertos en el camión que los transportaba. Por calor, por estrés o porque, por prescripción de los veterinarios taurinos, no habían recibido alimento ni agua durante el trayecto.
Hay una tragedia que no se plasma en
el ruedo, y que por tanto nadie es capaz de maquillar con las
consabidas pildoritas sedantes del arte y la cultura.
Con frecuencia hay un después de la lidia,
cuando la gente fija su atención en el diestro, héroe o villano, para
el aplauso o el insulto, según toque. El toro, al derrumbarse sobre el
albero, oficialmente derrotado, cesa en su protagonismo. Pero a menudo
el morlaco sigue dándose cuenta de todo, aunque su cuerpo ya no le
responda, por la sencilla razón de que fue cercenada su médula espinal, o
como se llame eso que nos permite a los vertebrados gestionar nuestras
extremidades con cierto libre albedrío. A pesar de todo, los pulmones
suelen ser unos órganos tozudos, y continúan su labor, para desgracia
del animal, que siente así que se ahoga; y siente bien, porque la
mayoría muere por falta de oxígeno. (Pruebe el lector a dejar de
respirar durante unos segundos, y comprobará en carne propia de lo que
se habla). Y a veces llegan conscientes al desolladero, lo cual no es
óbice para que los operarios den comienzo al protocolo de desguace, pues
el siguiente –vivo o muerto– apenas tardará veinte minutos en traspasar
la cortina de plástico hediondo.
Y hay un antes.
Una tragedia que los toros traen en su mochila biográfica, rumiada en
la dehesa, lejos de miradas indiscretas, y de manera especial durante el
desconcertante último capítulo de su vida campestre, cuando un buen día
aparece en lontananza un cubo tambaleante y móvil, cada vez más grande.
Vienen a por ellos.
Está también la tienta, horrenda forma de “calibrar” la bravura del animalito.
Porque cuando le horadan por primera vez el cuello es apenas un
cachorro vivaracho y desconfiado, que gime de dolor por el escozor de la
herida (¿han oído ustedes los desgarradores gemidos?). La tienta no es
ninguna broma y, de hecho, sus víctimas son sometidas a la preceptiva
cura posterior ( eviten el vídeo los muy sensibles),
para que el desaguisado no derive en severa infección y se recuperen;
llegarán así íntegros al cadalso algunos años después. Por la noche, de
vuelta con los suyos y el boquete ardiéndole, el cachorro ni se imagina
que los humanos ya le han catalogado como “toro para lidia” o “morralla
para fiesta de pueblo”.
El transporte
del ganado de lidia constituye uno de los aspectos menos conocidos de
este crimen, y sin embargo ninguna ejecución podría empezar de manera
más vomitiva. Nunca mejor usada la expresión, por cuanto los
animales padecen durante el trayecto un auténtico calvario,
acostumbrados como están a su repetitiva vida cotidiana. A pesar de que
el humano hace ímprobos esfuerzos por convertirlos en unas “malas
bestias”, son en realidad pacíficos herbívoros. Y como tales sufren la
subida al camión, la estabulación individual y claustrofóbica,
flanqueados quizá por colegas con los que establecieron afectos y con
quienes tuvieron alguna que otra trifulca, una forma como otra
cualquiera de hacerse amigos.
Por prescripción veterinaria, los pasajeros bovinos no probarán bocado durante todo el viaje. Tampoco agua.
Es la única manera de que el tránsito sea “productivo” y no se
produzcan bajas. Sería lógico pensar que, en tales condiciones, los
pobres animales deberían perder cierto peso. ¡Hasta cincuenta kilos en
algunos casos! ¡Hablamos de la décima parte en apenas unas horas! Es lo
que tiene el ayuno forzado, el estrés, los golpes de calor, el miedo, la
depresión, el mareo y la diarrea, entre otros factores. Hasta los
veterinarios taurófilos (entiéndase el término en el presente contexto)
reconocen en sus informes que los animales “salen del cubículo entumecidos, doloridos y mareados” (sic). Admiten de igual forma la situación de estrés de los mismos, y hay quien llega a concluir que, en general, el sufrimiento durante el transporte alcanza mayores niveles que durante la lidia. Yo no entiendo un carajo de betaendorfinas y cortisoles
(tampoco en humanos, y me repugna la pena de muerte), pero con llegar a
la [obvia] conclusión de que, en efecto, padecen, tengo suficiente.
Hace solo unos días se celebró una corrida de rejones en
Vitoria-Gasteiz. Nocturna, para más señas, porque esta gente ya no sabe
qué inventar para atajar la desbandada de las plazas. Con el tiempo (y
una llamada anónima), nos enteramos de que el evento se cobró un total
de nueve vidas inocentes, y no seis, como de costumbre. La prensa no lo
recogió (seguro que por simple desconocimiento), pero al abrir la puerta
del camión los veterinarios se encontraron con que tres de los viajeros
yacían desplomados en el suelo, ya cadáveres. ¿Qué tuvieron que padecer esos animales, fuertes como rocas en origen, para sucumbir de semejante manera? Pues sí: un infierno sobre ruedas.
Es la lidia formal en la plaza –la faena con luz y taquígrafos– la que
sale reflejada en crónicas y tertulias. Pero hay unos “daños
colaterales” de la tauromaquia que la hacen, si cabe, más punzante, más
dolorosa.
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