Diatriba del ilustrado
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 08/01/2011
En España, quizás por influencia de las rivalidades taurinas, de la división sin matices entre el sol y la sombra, casi todos los debates son argumentaciones doctrinales a favor o en contra de algo. Por eso es tan saludable, y tan educativo, el libro de Jesús Mosterín del que he sacado todos estos datos, A favor de los toros, una diatriba apasionada contra la crueldad inútil y el salvajismo de tantas tradiciones españolas, pero también un informe documentado y preciso sobre los términos verdaderos de la cuestión: desde la fisiología del sufrimiento, en la que todos los mamíferos superiores nos parecemos tanto, hasta los pormenores históricos de una anomalía cultural que nos avergüenza ante el mundo, y que tiene su origen en lo más negro de un pasado que se obstina en seguir infectando el presente.
Con frecuencia la etimología de las palabras ilumina su significado más profundo. Crueldad, explica Mosterín, proviene del término latino cruor, que significa "sangre derramada". El espectáculo de la sangre derramada en público y por diversión es una antigua tradición europea que viene al menos de las peleas de gladiadores y las matanzas de animales salvajes en los circos de Roma. El regocijo ante la crueldad fue siempre un rasgo de las multitudes ignorantes convertidas en chusma dócil bajo el arbitrio de los déspotas. Como los brutales alcaldes españoles del siglo XXI que gastan el dinero público en el tormento de vaquillas acosadas por hordas de borrachos, los poderosos de Roma distraían a la plebe con el jolgorio de la sangre derramada. Mosterín hace una enumeración desoladora de los espectáculos de crueldad que amenizaron las ciudades europeas hasta la última ejecución pública de un condenado a muerte, que tuvo lugar en París en 1939: los ahorcamientos, las decapitaciones, las quemas de herejes y de brujas, y al mismo tiempo el suplicio de los animales, en los que hasta principios del siglo XIX España no fue una excepción: las peleas sanguinarias de perros contra osos o toros en Inglaterra, la quema a fuego lento de gatos sospechosos de brujería, la quema o desollamiento de las plantas de los pies de los osos para hacer que pareciera que bailaban. En Madrid, en el siglo XVII, un entretenimiento de la realeza era lidiar a caballo a un toro y luego dejarlo que se despeñara en los barrancos del Alcázar que daban al Campo del Moro.
Un sofisma bastante rancio que esgrimen quienes hacen burla de la sensibilidad hacia el sufrimiento de los animales asegura que éstos no pueden tener derechos, ya que no tienen deberes. Quienes lo usan andan más cerca de la escolástica medieval que de los avances de la neurociencia, por no hablar de las intuiciones milenarias sobre el parentesco profundo entre los seres vivos, confirmadas ahora por el desciframiento de los genomas. Entre las muchas cosas que he aprendido en el libro de Mosterín está la falacia misma del nombre del toro bravo: los toros, como todos los mamíferos herbívoros, han desarrollado como estrategia evolutiva de supervivencia no la agresión, sino la huida. Embisten no por instinto, sino por aturdimiento y por pánico, y por el dolor terrible que les produce el hierro de la vara de picar y de las banderillas. La cuestión no es si esos animales con los que compartimos la capacidad de temer y de sufrir tienen derechos o no: es en qué medida nuestra humanidad consiente que se les someta a tortura por diversión. La misma oleada civilizadora que trajo consigo la vindicación de los derechos humanos, la igualdad de las mujeres, el final de la esclavitud, llevó al descrédito y a la abolición de la mayor parte de espectáculos sanguinarios. La Royal Society for the Prevention of Cruelty to Animals se fundó en Inglaterra casi al mismo tiempo que llegaban a Londres los primeros exiliados liberales españoles y que Fernando VII restablecía las corridas de toros y la Inquisición.
Uno se acuerda de la mirada de abatimiento de Jovellanos cuando lee el relato de la manera atroz en que se martiriza en Tordesillas o en Coria a las vaquillas como parte de fiestas oficiales, o el cinismo oficial de las autoridades catalanas protegiendo la brutalidad de los toros embolados en los pueblos del bajo Ebro, o imaginando el catálogo de crueldades que se cometerán cada año en los tres mil festejos con suelta de toros que se celebran tan solo en la Comunidad Valenciana. Quizás la Ilustración habría avanzado más en nuestro país si quienes gobiernan no se pusieran tantas veces de parte del oscurantismo.
antoniomuñozmolina.es A favor de los toros. Jesús Mosterín. Laetoli. Pamplona, 2010. 128 páginas. 12,50 euros.
http://www.elpais.com/articulo/portada/Diatriba/ilustrado/elpepuculbab/20110108elpbabpor_6/Tes
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