lunes, 11 de agosto de 2008

Treinta más

Por José Mª FUIXENCH NAVAL


Es de necios provocar sufrimiento habiendo ya tanto con el que lidiar, pero aún hay quienes gozan con la patología de la tortura disfrazada de fiesta.

Que las corridas taurinas ofrecen el morbo y la crueldad como espectáculo es incontestable para cualquier conciencia. La hombría de la que hacen gala los diestros también la demuestran los recortadores, en un cuerpo a cuerpo limpio, sin ninguna necesidad de lacerar al animal; pero el disfrute añadido de verle morir de una forma salvaje provoca un estímulo que sólo puede provenir de mentes enfermas.

En las vaquillas de los pueblos o en las becerradas no se importuna a los astados más allá del estrés del transporte o de algunas caídas. Creo que estas actividades deben verse con el equilibrio del término medio: ni con el radicalismo de quienes no admiten al toro fuera de las dehesas, ni con el sadismo de quienes se hacen llamar “matadores”. Pero la realidad que se ejecuta en los ruedos es algo muy distinto, y los que lo vemos sólo podemos manifestarnos en su contra... y mientras, los toros seguirán muriendo bajo la dictadura de quienes nos llaman: ilusos ecologistas.

Aquellos que vitorean las “faenas” desde el graderío son cómplices de una humillación irracional, tanto contra un animal inocente, como contra nuestra propia inteligencia, pues estos espectáculos encabezan el ranking mundial de la crueldad con animales (según los expertos que analizan los rituales y festejos a lo largo del planeta). Una lamentable estadística que, además, exportamos como escaparate de “cultura” y entretenimiento.

La era de los césares expiró; las insignias de la Inquisición se erradicaron; las efigies de los dictadores fueron apartadas de los lugares públicos, y las calles con sus nombres, renombradas... pero quedan las plazas de toros, como símbolo del atraso intelectual de un pueblo. Un pueblo donde es ilegal matar a una culebra, y por masacrar a un toro hasta la muerte se sale por la puerta grande. Si lo hicieran con un caballo los que aplauden la lidia se echarían las manos a la cabeza, pero caballos y toros tienen el mismo sistema nervioso que les permite sentir y sufrir de la misma manera. Ésta es la hipocresía social de un país en tendido de sombra, donde la compasión selectiva es tan poco convincente como el que sólo se acuerda de lo que quiere. Además de un pésimo ejemplo para la educación de los menores, pues fomenta la degeneración de la sensibilidad, uno de los valores primordiales en ese ser que se autodenomina “humano”.

Desde una perspectiva racional, los toreros deberían estar fuera de la ley por ejercer una actividad abominable, y sus seguidores sancionados por elogiarla (escucho risas de fondo, pero son risas que no me merecen respeto). Sin embargo, la perspectiva que prevalece es la de una España de posguerra y garrote vil que utiliza la “fiesta” como emblema patrio.

Por eso, un año más 30 animales agonizarán entre los aplausos del “respetable” en estas fiestas. Buena parte lo celebrará con un deplorable estado etílico que les hará confundir la sangre con la sangría, y la bravura con la resaca.

En esta sociedad de los derechos, difícil se nos hace a muchos respetar algunas tradiciones, mientras España siga ostentando la plusmarca del maltrato animal.
A quienes se sientan orgullosos de ello, mi más sincero desprecio.

Felices fiestas.

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